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jueves, 27 de febrero de 2020

El sabueso



  
Llegaron a las veredas de tierra fría de Puente Nacional. ¿Por qué medio? No se supo. El amo venía con varias misiones, contó él. Recuperar la salud, afectada por esquirlas de una granada cuando estaba en entrenamiento en casa verde, bombardeada el 9 de diciembre de 1.990. Restablecer, en corto tiempo la presencia del frente 23 de las FARC en esta región y reclutar niños y jóvenes para organizar una escuadra en la municipalidad.
 La imagen puede contener: pájaro y cielo
Era antioqueño de origen. Fue enfermero en Yondó, Antioquia, cuando se enfiló en el frente. Ascendió internamente por la agresividad con que atacaba. Participó el 20 de marzo de 1.991 en el ataque infernal al municipio de Santa Helena, Santander, en donde murieron tres policías, heridos otros tantos, y secuestrados 15. Encabezó la entrega de los militares retenidos, a la comisión integrada por: por Silvia Lombardi, de la Cruz Roja Internacional; el Obispo de San Gil, Leonardo Gómez Serna; el dirigente de la Unión Patriótica, Julio Abella, y el representante conservador, Rafaél Serrano Prada ocurrida el 11 de mayo de 1.991 en Sucre, Santander.

Como Pedro por su casa, caminaba por las veredas junto con el sabueso de color negro. A un par de señoras que tenían máquina de coser, las puso a confeccionar uniformes. A un pensionado militar que llegó a visitar a la mamá, le obligó a transportarlo hasta Bucaramanga para valoración médica. Aseguró con amenazas las tres comidas diarias en casas diferentes de labriegos. A otros, los vacunaba mensualmente.  Entre fútbol y charlas de primeros auxilios, atrajo a los niños y jóvenes de las escuelas, a quienes sedujo con el manejo de las armas y el ejercicio físico. 

Era un sábado de un mes cualquiera del año 1.992.  Había arribado sobre las siete de la noche a la parcela. Madrugué al otro día a saludar a mi madre y desayunar con ella. Degustaba un chocolate en leche con queso y almojábana, cuando llamaron en la tienda. Mi madre abandonó la mesa del comedor y salió al corredor a atender al cliente que le buscaba. Era el comandante Martín. Venia preguntando por mí. Ya estaba informado de mi presencia en la vereda.

Terminé de desayunar tranquilamente contemplando el rostro estupefacto de mi madre que no acató de controlar la circunstancia.  Salí al corredor. Le salude efusivamente mirándolo a los ojos que yo, ya conocía, y él, no sabía. Le salude como, comandante Martín. Le sorprendí con mi afabilidad. Comprendí que empecé ganando la jugada. Le invité a desayunar. Aceptó sin miramientos. Mi madre se entró a la cocina a preparar con lentitud el alimento mañanero.

Saqué de la tienda una botella de aguardiente Superior. La destapé con seguridad y destreza, sin dejar de mirarle a los ojos y de hablarle mientras le ofrecía, una copa, otra copa. Una más, y otras cinco seguidas mientras se animaba la conversación. Empecé a notar que el alcohol empujaba las palabras y los recuerdos de niñez, juventud e ingreso a la guerrilla los contaba con orgullo y vanidad. Le animé con preguntas que disparaba una a una como tiros de carabina Winchester calibre 22. Y él, sintiéndose el personaje de su aventura, me mostró sus documentos y narró sus hazañas en el Sur de Bolívar, Carare Opón y el entrenamiento en casa verde junto a los comandantes de los frentes de guerra.

Ya habíamos ingerido tres cuartos de botella cuando mi madre invitó a la mesa. Le acompañé al desayuno, mientras él continuaba con la animada narración de sus proezas de guerrillero. Me expresó su interés por conocerme, y de una, me disparó su interés extorsivo. Me hice el pendejo, mientras le llenaba por veinteava vez, la copa.

Empezó a ser repetitivo, a cambiar de tono de voz, a expresar sus fantasías de farciano, mientras noté que sus fuerzas y el sueño le dominaban. No soy enfermero, pero le ofrecí una habitación para que descansase mientras hacían en almuerzo.
Dos horas después estaba a 100 kilómetros de distancia.
En los primeros días de la semana que empezaba, lo cazaron cual armadillo. Cuentan que un par de perros, luego de oler sus ropas abandonadas en uno de los ranchos donde pernoctaba, le persiguieron hasta encontrarlo encuevado en la quebrada la Honda, cerca de la escuela de Providencia.

Amarrado con una soga lo llevaron camino arriba y en cada casa a borde del camino, miembros del comando de la quinta brigada invitaban a los labriegos que viven a la vera de la ronda a que salieran a identificar al comandante.

Se supo que lo llevaron hasta Quebrada Negra, y en el mismo lugar donde había ordenado a una joven campesina de la misma vereda, acribillar a un supuesto ladrón, lo asieron por un par de horas, hasta que llegó un helicóptero, lo recogió y voló con él.

Días después los chulos señalaron donde apareció el mortecino. Pertenecía al sabueso de Martín.  Martín no apareció en las estadísticas de los guerrilleros dados de baja. Su detención no apareció en ningún diario regional o nacional. Las amas de casa entregaron los uniformes confeccionados y los padres de los niños y jóvenes, descansaron. Desde entonces, rastros de las FARC en la región, fueron borrados por el viento.
San Gil, noviembre 30 de 2.019.

martes, 18 de febrero de 2020

EL CENSO PARA VACUNAR





Aparecieron un sábado de 1.986 por la senda protegidos por los rayos del sol mañanero. Venían en fila india, distantes uno de otro, unos cinco metros; tomaron una fracción de la carretera a Peña Blanca y retomaron el camino por los potreros pasando cerca a la casa donde estábamos con Carlos Augusto.
Encabezaba la cabuya un muchacho joven con camuflado, botas pantaneras, fusil AK47 terciado sobre el pecho, macheta, cuchillo y una olla sobre el morral que abultaba la espalda. Tras él, mujeres y más jóvenes sumaban la sarta, vestidos similarmente.  Saludó el guía. Preguntó por la ronda más cercana a Quebrada Negra. Y tomaron la misma que 25 años antes soldados del batallón Galán anduvieron persiguiendo a Efraín González, el bandolero   defensor del partido conservador.

Cuentan que guindaron en un bosque de la ronda de la Jarantivá, y luego, en la rivera de la quebrada Agua Blanca. Desde estos lugares, una comisión mixta visitó cada hogar preguntando el número de hectáreas de la parcela y la cantidad de semovientes que había en la parcela. En menos de dos semanas recorrieron Las viviendas de tres veredas colgadas en las estribaciones del Páramo Iguaque-Marchán.

Transcurría el tercer jueves de que estuviesen en la región. Se acercaba el medio día. La cuadrilla se aprontó para preparar el almuerzo. Buscaron una casa abandonada en la vereda Urumal del municipio de Puente Nacional.

En las veredas había jóvenes activos en las Fuerzas Armadas de Colombia. Una cuadrilla de soldados provenientes del Socorro había arribado al anochecer a Barbosa, y esa misma noche tomaron el camino de la miel hacia el cerro Mazamorral.

Los costados estaban despoblados de árboles. El sol del día siguiente era inclemente. Por la hora del día, tenían hambre. Buscaron una casa abandonada para descansar y almorzar.  La casa elegida estaba en una hondonada. Al acercarse, la notaron habitada por militares.
 Resultado de imagen para vacunas
Fue un enfrentamiento a pleno sol. Los muertos los puso el grupo que almorzaba. Los restantes huyeron buscando el camino a la Tipa, antiguo camino de los parasiteros. En la huida, heridos y morrales abandonaron en ranchos ocasionales de algunos labranceros. Meses después aparecieron muertos algunos campesinos cosecheros. Los vecinos comentaron que los mató la civil, acusados de ser colaboradores del frente 23 de las FARC.

El censo de los candidatos a pagar la vacuna estaba en un cuaderno Norma cuadriculado. Había sido rescatado por el Ejército Nacional de Colombia y borrado del diario del frente guerrillero que intentó expandir el área de influencia.

San Gil, noviembre 30 de 2.019.

miércoles, 29 de enero de 2020

LA CAPOTERA




“Cinco pesos” se llamaba. Era de sangre caliente, brioso y fino en el paso. Tenía el color de una teja de barro que fortalece su color, con los años. Un diamante blanco en la frente lucia trotando. Herrado, hacia melodía anunciando su presencia en el piso de la boca puente y en las escaleritas de piedra que había que tomar hasta el amarradero bajo la mata de un naranjo en el casco urbano.

Muy temprano abandonábamos desayunados el rancho. Agustín cabalgaba el “cinco pesos” sobrio o, borracho. Pegado, como una garrapata, viajaba tras él, en el mismo caballo. Mi misión, asegurar su regreso a casa, sano y salvo.

Estando erguido sobre el espinazo del caballo y atentos al frente y a los lados, nos descolgábamos por el camino real de las ollas y la sal hasta Puente Nacional. Él, vestido de negro con sombrero del mismo color. Y yo, igual.

Antes de llegar a la quebrada Jarantivá, Agustín desapretinaba el revolver portándolo en la mano derecha mientras azuzaba el caballo para cruzar veloces por el puente de madera. Era el lugar propicio para los asaltos y ataques a tiros desde los arbustos.

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Tras atar el caballo al palenque, revisar los vestidos y acomodar los sombreros; el revolver y tres cargas de balas, pasaban a la capotera que terciaba en mis espaldas. Caminaba tras de Agustín, a unos cinco metros con los ojos abiertos, cual gato al acecho. No debía estar junto a él, cuando hablaba con alguien. En las tiendas, estaba a su espalda. En el templo, junto a él. En el camino al cementerio, de la mano con él. En el camino ayuntado en el espinazo del cabalgar.
Eran tiempos difíciles. En la semana bajábamos al pueblo hasta dos veces. Agustín acudía a los funerales de conservadores y liberales amigos que habían caído en sus hogares o caminos, bajo las balas de colores que alternaban las víctimas, mientras los dolientes, igual lloraban sin entender por qué nos matábamos entre los campesinos iguales de pobres y necesitados.

San Gil, noviembre 24 de 2.019.

martes, 28 de enero de 2020

MORRALLIANDO




Eran vacaciones de mitad de 1.974. Ambos, docentes del colegio del pueblo. Jóvenes aventureros provenientes de municipios distintos. Neftalí Quiroga estudiaba el ultimo grado. Los invitó a la finca de los padres a pasar unos días. Estaba en la vereda la Playa, a una hora bien caminada.

Descolgándose desde la tierra fría a clima medio, entre paso y paso, fueron charlando. El alumno comentó de los campesinos que se habían enguacado caminando sobre la arena en el río Minero. El río descendía serpenteándose entre las montañas boyacenses en cuyas entrañas hay esmeraldas. Los tres, dueños del día y la noche, decidieron alargar la estadía y el trayecto por caminar.

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El primer día pernotaron en casa del alumno. Y al otro día, madrugaron los tres hacia Otro Mundo. El nombre de la vereda por la cual, el Minero transcurría aparentemente tranquilo, pero turbio.

Luego de 4 horas, hacia el mediodía, llegaron a las playas del río por el margen de Santander.  Armaron rancho con hojas de plátano y chamizos. Uno aprontó la leña de palos secos vomitados por las aguas; otro armó el cambuche, y el otro, preparó el almuerzo.
La imagen puede contener: una o varias personas, exterior, agua y naturaleza

Sobre el medio día, estaban listos para iniciar la faena. Seis ojos como de búhos escudriñaban las arenas esperando ver gemas verdes dormitando sobre las calientes areniscas. Suspendieron la búsqueda sobre las cuatro de la tarde. Había que rebuscar la proteína y la harina para la comida. El estudiante, les había dicho que el plátano, la yuca y el pescado abundaba en las aguas y rivera del rio misterioso.

Los dos profesores se fueron a pescar, Neftalí a buscar la guarnición. Llegaron las ocho de la noche. Los docentes aparecieron con las manos tal como las llevaron. Sin pescados. El alumno, ya tenía el fogón como una hornilla. Tenía consigo un racimo de plátano viche. El sudor caía por los rostros y el cuerpo estaba pegachento y salinizado. Cenamos con plátano asado al ritmo y el ruido de centenares de moscos y zancudos que buscaban sangre fresca y se chuparon suculento banquete.

Con los primeros rayos del sol, iniciamos faena, luego de revisar los anzuelos dejados posteados en las aguas mineras. Los peces habían cenado y los anzuelos estaban más desocupados que el estómago de los aventureros.

Repetimos la cena. Y aprontamos los ojos, un chuzo y cambiamos la búsqueda sobre las arenas, por lavar areniscos y buscar entre ellas. El sol canicular acobardaba y arrinconaba hasta las aves. No se encontró yuca, menos pescados. Volvimos a almorzar plátanos; esta vez, cocinados.
En los bolsillos de los tres, había una que otra morralla de pequeños tamaños. El hambre nos hizo regresar al segundo día. Se tomó el tramo de regreso, estaba enlodazado. Poco se avanzaba, mientras las fuerzas disminuían y las esperanzas de regresar a casa de Neftalí, eran tan livianas como las morrallas en los bolsillos.

Sobre las siete de la noche colmamos la cima donde estaba la casa de la familia que nos había acogido dos noches antes. Sopa de plátano con sabor a hueso, nos sirvieron, tantos platos como cada uno se quisieran comer.

Madrugamos a caminar para aprovechar la fresca mañanera. Sobre el medio día regresamos a la Belleza, embarrados, hambreados, y picoteados de los insectos.

En 1.977 fui internado en el hospital de Zapatoca por intenso dolor en coyunturas e inmovilidad parcial. Luego de exámenes, el medico Mantilla diagnosticó que tenía fiebres reumáticas. Estuve en el hospital 35 días recibiendo tratamiento con penicilina.  A casa regresé con dificultad para caminar.  La recuperación fue muy lenta. Llegué a pensar que no volvería a caminar. Fue la constancia de Margarita que me sacó del desconsuelo y con baños de sal marina y hiervas, volví a caminar seis meses después.

Las morrallas no tuvieron compradores. Mi hijo mayor las encontró donde las mantuve en un frasco con agua esperanzado que al trascurrir los años, se convertirían en esmeraldas. 35 años después, el 12 de diciembre de 2.009, caminaba trepando una leve pendiente de la calle 14 con novena en San Gil. Sentí ahogo. Me senté en el andén y esperé que el aire me oxigenara. Cinco minutos después, reanudé el ascenso. Había caminado unos cincuenta metros en línea horizontal hacia el sur de la ciudad. Retornó la escasez de aire. Debí sentarme en el piso del portón de una casa colonial. Me sentía, ahogado, acalorado y cansado. Me empezó una debilidad y palidez sin control. Respiré. Respiré profundo sin dar cabida a la preocupación. En ese momento, por la carrera novena se desplazaba un campero verde manejado por el profesor Ricaurte Becerra, compañero de la aventura morrallera. Se preocupó y me transportó a casa. Esa misma tarde, fui trasladado de urgencia a la FOSCAL en Bucaramanga. Los especialistas diagnosticaron estenosis aortica causada por las fiebres reumáticas. Colocaron una válvula biológica de origen bovino. Las morallas están en el mismo frasco y con la misma agua en el baúl de los recuerdos olvidado por los hijos.

San Gil, noviembre 24 de 2.0109.

lunes, 9 de diciembre de 2019

DIALOGAR O MORIR




Le informaron que la rana lo había sindicado de sapo. Efraín González Téllez, había llegado en la tarde a la vereda. Pernoctaría en la casa de Pedro Nel Bohórquez en la finca Gambitas. Agustín estaba informado. Envió un mensaje con un simpatizante del bandolero. Solicitaba audiencia para cruzar unas palabras.

El permiso fue concedido. Lo recibiría sobre las siete de la noche. Era un jueves del mes de la virgen de 1.964. Agustín se aprovisionó de armas, munición y piquete. Citó a los obreros leales. Les dio armas e instrucciones donde ubicarse y estar pendiente de la señal que diese el niño.
Una canasta de cerveza, un canasto con un balay con dos gallinas y carne asada cargaba Agustín. Junto a él, el niño con la capotera terciada cargaba en ella, las armas.


Ambos reservistas, se saludaron con respeto y se sentaron a mojar la palabra charlando. Agustín fue al grano. Justificó que era un hombre de palabra y no tenía empeño en entregarle a la fuerza pública. Tenía una tienda, y a ella, podía llegar cualquier persona a solicitar un servicio. Era punto obligado para refrescarse a la vera del camino real.  Anunció que estaba dispuesto a aclarar lo que para él estaba claro. Deseaba conocer el modo, tiempo, y lugar donde pudo ocurrir la supuesta deslealtad.
El mito del sanguinario bandolero Efraín González, alias | Luna BLU
Efraín era un tipo agradable y buen conversador. Dijo, con una irónica sonrisa, no conocer señalamientos. Mejoró el ambiente en el rancho de bareque y teja de cinc.

La rana fue el apodo a una de las amantes del bandido. Había abandonado a los niños en la escuela de la misma vereda, por seguir los pasos de Efraín. Rita Pardo fue su nombre. Años después murió en su ley. Mataba a los jóvenes campesinos de los que se enamoraba[ntq1] , seducía y asesinaba en el mismo lugar donde los poseía, cual perra en celo. (https://naurotorres.blogspot.com/2015/01/rita-la-maestra-asesina.html)

Llegaron más parroquianos con el mismo presente. Comieron, bebieron. Se rieron y hablaron de política, mientras el niño con la capotera terciada jugaba con los gatos en el patio, sin fijarse en la conversación, pero si, en los movimientos del personaje agasajado, cual felino a la presa.

San Gil, noviembre 24 de 2.019






lunes, 2 de diciembre de 2019

NOCHES BAJO LA PIEDRA





Cerca a las seis de la tarde, mi madre cerraba y aseguraba con llave la puerta principal. Las otras puertas, se trancaban. Ya no era seguro dormir en el escondite, bajo el piso de madera. Llegan a quemar la vivienda, y por tener el piso de madera, nos transformarían en chicharrón. Nos escurríamos en la oscuridad hasta el monte cercano. En él, había una cueva bajo una piedra que servía de sombrero para armadillos y tinajos. En ella nos acomodábamos con mi madre y otras dos mujeres jóvenes, mientras transcurría la noche. Antes del amanecer, una de las féminas inspeccionaba, trepando a árboles escondidos entre otros. Despejado el panorama, regresábamos a la casa a continuar, ellas, en los oficios del día.

Los varones no dormían en las casas. Pasaban la noche en el cinturón de seguridad y vigilancia que mi padre y otros reservistas habían trazado con garitas abiertas ubicadas en las colinas altas que servían de ojos para identificar los movimientos y linternas encendidas. Previeron tres líneas de control y combate. En loma del Gavilán, en la del cementerio de las víctimas de la viruela, en los Andes. Y una segunda, en el cerro de la muralla, y otra, el Morro. Distantes dos kilómetros en línea recta. Una, tras de otra.

Las cuevas más hermosas a nivel mundial
Era la época de la violencia entre azules y rojos, agudizada, luego del bogotazo. Desde la línea del ferrocarril hacia el rio Suarez, estaban los campesinos y los del casco urbano que se identificaban con el color rojo, el de la libertad de las ideas. De la línea del ferrocarril hacia el páramo Iguaque-Merchán y Chiquinquirá labraban la pobreza, los conservadores, los de las ideas fijas. En asuntos de defensa, la gente se organiza y reconoce liderazgos para defender la vida y la menesterosa propiedad privada.

 Desenterraron las armas usadas en la guerra de los Mil Días, cincuenta años antes. En cada línea, en el cerro más alto y con dominio sobre el horizonte, catapultaron dos fusiles gras. Un fusil de largo alcance diseñado por el coronel francés, Basile Gras y en uso desde 1.874 con casquillos con cartuchos de metal de 25 grs que salían en mono tiro. Mi padre dijo que, con él, había matado un perro a 500 metros de distancia. Otros campesinos disponían de carabinas guacharacas de 18 tiros en ráfagas, revolveres 38 corto y largo. Y la mayoría, escopetas de fisto. Todos dispuestos a no dejar trepar intrusos en la oscuridad.

En cada línea, había dos o tres grupos patrullando en las noches. En el día, escondidos había custodios en sitios estratégicos dispuestos a usar mensajes cifrados con espejos. Los campesinos de las veredas conservadoras, por seguridad, no volvieron al pueblo donde los cristianizaron. Quienes nacieron en esos años, fueron bautizados en Santa Sofia y Saboyá. Solo mi padre, iba ocasionalmente al pueblo natal acompañado de un acolito auxiliar encargado de una capotera, y en ella iba, el revolver y los tiros. Caminaba a unos cinco metros. Su misión, suministrar el arma en caso de agresión.

Los unos de un color, como los otros del otro color, tenían y sentían las mismas necesidades. estaban marginados, sin vías de comunicación y sin escuelas en la la vereda, y en el pueblo, los comerciantes liberales, vivían del trabajo de los conservadores que traían los productos agrícolas a vender al casco urbano.

San Gil, noviembre 23 de 2.019.

domingo, 24 de noviembre de 2019

La escopeta




No deseaba que llegase el lunes al atardecer. En casa se trabajaba todos los días. El juego era para los gatos. Nos criaron con el azadón y el rejo en la mano. Había que ganarse la comida desde que se caminaba solo.

El lunes, día de mercado. Se trabajaba desde el sábado para aprontar el pan, el chirrinchi, la chicha y el guarapo para el descanso pasajero de quienes regresaban, ya a pie, o a caballo, a sus hogares, luego de trepar ocho kilómetros desde Puente Nacional por el camino de las ollas y la sal, el día de mercado.

Miguel iba cada lunes a hacer el mercado y vender las almojábanas y el aguardiente. No había día que no llegase con las cervezas en el cabeza botado sobre el “cinco pesos” que siempre llegó a la casa, así fuese tarde de la noche.

Vitelba lo esperaba silenciosa y con rabia. El viejo gastaba las utilidades de la tienda con los amigos, mientras dejaba el mercado en cualquier parte y debía regresar el martes a rescatarlo.

Ese lunes, como otros tantos, se enfrascaron con ofensivas palabras. Se fueron a manos. Él, mediano y fornido, intentaba coger las manos de ella para evitar los golpes o rechazar cualquier elemento que encontrara a su paso para castigar y al esposo derrochador.

La gresca fue en la pieza que servía de sala. De las palabras pasaron a los golpes. Estaban en el suelo, dándose. Miguel acaballado sobre ella golpeándole, y ella, intentado defenderse.

En una puntilla de la pared blanca de cal, estaba colgada la escopeta de fisto para cazar aves. El niño mayor con sus hermanos eran espectadores  de las escenas con pánico, bajó la escopeta y apunto al energúmeno marido, gritándole: ¡o deja de golpear a mi madre, o lo mato ¡

Fue un balde de agua fría. El viejo se calmó. Dejo de golpearla. Se puso de pie, y se perdió en la oscuridad de la noche.  Al amanecer, estaba trabajando como siempre. Empezaba otra semana.

#nauro torres
San Gil, noviembre 24 de 2.019

Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

      ¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...