A la partera o comadrona, quien recibía la criatura
al nacer, se le reconocía también como mamá, por haber facilitado el nacimiento
del crio. Dias después, en las manos del nacido se les colocaban unos mitones
tejidos en lana por la misma madre para que no se aruñase con las uñas.
Si era mujer, se seleccionaba otra, entre la más
cercanas a la madre. Si era varón, el amigo más allegado padre. Tenía la tarea
cariñosa de cortarle por primera vez las uñas a la criatura. Desde ese momento
se establecía un parentesco social muy cercano. Y a quien cortaba las primeras
uñas, desde entonces, se le reconocía como madrina o padrino de uñas hasta la
sepultura.
Los esposos escogían, con antelación al nacimiento,
a los padrinos de bautizo, con quienes se concertaba el compadrazgo.
Generalmente no eran de la misma familia, sino amigos cercanos. Si la madre tenía
dificultades en el parto o el niño nacía muerto o con deficiencias en la salud,
los padrinos lo bautizaban con agua para borrarle el pegado original.
Al crio se le bautizaba, una vez la madre cumpliese
la dieta, luego de cuarenta dias de cuidados por parte de los miembros de la
familia, y en especial, de una fémina contratada para ese menester.
El ajuar para el bautismo lo aportaban los
padrinos. Era blanco como signo de la pureza de la criatura legitima. Al ser
esta hija de pareja casada por la Iglesia. La ropa del bebé era confeccionada
por la madre desde la confirmación del embarazo; otras allegadas, vecinas, se
unían a la tarea de tejer los ajuares para los seis primeros meses del retoño
familiar. A la partera, por experiencia de observación del tamaño de la barriga
o posición de la criatura en el vientre de la madre, atinaba a pronosticar el
sexo de nuevo integrante de la familia. Con ese pronóstico, tejían los
vestidos, gorros y mitones. Si era varón, el azul era el indicado. Si era niña,
el rosado era el fijo. Si había dudas, los ajuares eran blanco o amarillos.
El ajuar para el bautismo, lo escogían y asumían
los padrinos. Los servicios religiosos los pagaban los padres, así como las
viandas y bebidas, ya consumidas por el camino o en el pueblo.
Luego del bautismo, dias después, sin avisar, los
padres procedían a pagar el óleo. A reconocer con una atención particular en la
misma casa de los padrinos, el honor de haber mandado cristianizar al nuevo
miembro de la familia.
Los padres del bautizado junto con los demás
miembros de la familia visitaban en el hogar a los padrinos. Ocurría con
preferencia después de las cinco de la tarde cuando cesaban los trabajos en la
finca. Luego del saludo fraternal y alegre, los padres entregaban a los
padrinos un canasto nuevo tejido en caña o bejuco, y en él, un bojote envuelto
en paño de algodón blanco decorado con flores verdes. Dentro, guarecido con
hojas de plátano pasadas por el calor del fogón, estaba el piquete para la
familia de los padrinos. El cocido estaba compuesto de una gallina sin
expresar, si eran menos de seis los homenajeados; si eran menos de doce, iban
dos gallinas acompañadas de yuca, papa, plátano, arracacha, jites, bore,
malanga y batata.
Acompañaba el canasto, un calabazo de chica con
quince dias de fermentación, y uno más pequeño con guarrús o masato de maíz
para los niños.
Ya en la mesa o en el potrero, la madrina de la
criatura agradecía el pagamento y procedía a destapar el bojote, partir la
gallina y ofrecer y convocar a su familia a ingerir las suculentas viandas.
A su vez, los padres del crio destapaban su propio
piquete y compartían la cena las dos familias, al son de un par de músicos de
cuerda que amenizaban el pago de óleo. Cada esposo disponía de un calazo
pequeño, y en él, iba el ají con sal y cominos para deleitar acompañando la
comida, los varones.
En Jarantivá, vereda donde nací, se olvidaron estas
costumbres en el primer decenio del siglo XXI.
Puente Nacional, Ecoposada la Margarita, junio 26
de 2.021