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viernes, 9 de enero de 2015

El canasto de Isabel

  

Hay una mujer al principio de todas las cosas”. 
Alphonse de Lamartine.  
  

Tenía  tez  canela que brillaba a la luz del día destacándose su cara  rectangular decorada con cejas pobladas armonizadas en los arcos de sus ojos negros radiantes de afecto desde el pozo de la dicha escondido entre sus pómulos sobresalientes; uno de ellos, adornado con un lunar color miel, que al mirarlo, la vista se perdía bajo el sombrero de paño negro barbisio adornado con brillante pluma de pavo real muy usual en la época de la vestimenta de paño negro con sobresalientes tejidos con hilo brillante del mismo color. 

 


El canasto, tejido por artesana de Tenza, Boyacá con delgadas tiras de caña de castilla, con forma de porrón y orejeras de ratón, tenía capacidad para unas cincuenta libras. En él, llegaban a la espalda de Isabel: las arepas de maíz con cuajada, las arepas cari secas, las habas verdes y tostadas, la arveja fresca y seca, las lentejas y los garbanzos, las chirimoyas, y, algunos dulces y chicharrones mezclados con maíz tostado que remplazaban a los chicles, hoy.

En el presente encanastado, no faltaban las nueve presas de una gallina campesina, debidamente cocida con leña y adobada con azafrán, cominos y migas de pan. La gallina ya cocinada,  luego de dejarse enfriar con las brisas de la noche, era empacada en hojas de plátano previamente sancochadas con el calor de las llamas del fogón de tres piedras sentado en tierra para abrigar las habitaciones de la vivienda campesina. 

El bocado boyacense llegaba envuelto en blanco mantel ilustrado con flores rojas y amarillas con verde amarrado con doble nudo con las puntas opuestas de la tela, y sobre él, el ave en estado inerte y provocativo. Llegaban en un joto, unas morenas señoriales mogollas de trigo rellenas con cuajada que lucían frescas para calmar antojos o para remplazar el piquete acompañándolas con un buen guándolo cerrero con miel de caña.


Si. El canasto de Isabel, subía cargado a la espalda, cual morral, por la cuesta, hasta la casa de mis padres, por el pendiente camino  indígena de la miel, la sal y las ollas, que desde la estación del tren de Providencia,  trepaba hasta Peña Blanca, la vereda productora de papa del Municipio de Puente Nacional, Santander. 

Las veces que ese canasto llegó lleno a la tienda y posada la Esperanza, fueron pocas en mi niñez.

El canasto que cargaba Isabel Sánchez, mi abuela, tenía un gemelo con más capacidad.  En él, arribaba sobre espalda masculina, igual presente. Este gemelo cesto, más gordito, era cargado por el siempre compañero de mi abuela. El tío Félix, el mayor de los Quintero Sánchez.


Los visitantes, provenientes de Sutatenza, Boyacá, llegaban  a la vereda en tren al que trepaban en Chiquinquirá, la capital mariana de Colombia, luego de un largo viaje en la flota del Valle de Tenza.

La abuela, tenía el nombre de la madre de San Juan Bautista, por lo que se infiere que el nombre tiene origen hebreo que significa “promesa de Dios”, razón por la cual es muy común en el mundo occidental, pues así se bautizaron reinas, princesas y duquesas en Europa.


Isabel, mi abuela materna, era una mujer de estatura mediana, delgada con pelo largo, siempre torcido en trenza tejida con alguna cinta de color diferente que combinaba con la blusa del mismo material y estilo, confeccionada en seda con encajes; cerrada al frente y con botones a la espalda; ancha en los hombros y pegada hacia la cintura desde donde se desplomaba un ruedo que tapaba el cordón con que aseguraba su, siempre falda negra de paño con pliegues verticales en los cuales llamaban la atención las flores bordadas a mano por la misma dueña que cubría el tronco hasta los tobillos.


Caminaba como una reina sin pasarela, no se exhibía como las mismas en desfile de modas, pero la veía avanzar por el camino, cual cuerpo de palmera totalmente de negro, pues su dorso se veía envuelto en fino pañolón de paño cruzado sobre si, protegiendo su misteriosa belleza.

Me extasiaba contemplando lo poco que se veía de sus pies, siempre protegidos por blancos alpargates tejidos en algodón bordados con hilo negro con suela en moño de fique delicadamente atado sobre el pie dando una particular vuelta sobre el mismo, convirtiendo los tobillos en un maniquí dejando a la imaginación el misterio de sus extremidades.

A diferencia de mi madre, hablaba pausado, con tono afectuoso bajo y comprensivo. Cuando ella anunciaba el regreso a su labranza, empezaba mi llanto, añorando su buen trato. Regresarían los gritos de mando de mi siempre madre que, con sus 90 años, bien vividos, me sigue mandando cual chino de los mandados.


Isabel, mi abuela, quedó viuda a los 49 años. Perdió su esposo en 1954. Mi abuelo nació el mismo día que ella, pero en 1883, y desde entonces, hasta su muerte, vivió sola en su rancho cultivando la fanegada de tierra con el apoyo del hijo mayor y el animo del hijo menor. Ella nació el 1º. De marzo de 1905 y murió de un infarto cardíaco el 12 del mismo mes en 1982.



San Gil, diciembre 17 de 2014.

NAURO TORRES Q. 














sábado, 3 de enero de 2015

Feliz año nuevo¡¡¡¡¡¡¡¡¡



Antigua Bendición Celta
 del Año Nuevo"


v
Que los PIES te lleven por el camino hacia el encuentro de quien eres, porque la felicidad,…es eso,….descubrirte detrás de ti…sabiendo que el verdadero disfrute está en transitar ese camino.



v  Que los OJOS  reconozcan la diferencia entre un colibrí y el vuelo que lo sostiene. Aunque se detenga, seguirá siendo un colibrí, y es importante que lo sepas, para que no confundas el sol con la luz, ni el cielo con la voz que lo nombra.


 
Que las MANOS se tiendan generosas en el dar y agradecidas en el recibir, y que su gesto más frecuente sea la caricia para reconfortar a los que te rodean.


Que el OIDO sea tan fiel a la hora de escuchar el pedido, como a la hora de escuchar el halago, para que puedas mantener el equilibrio en cualquier circunstancia….y sepas escucharte y escuchar
v 
Que las RODILLAS te sostengan con firmeza a la altura de tus sueños y se aflojen mansamente cuando llegue el tiempo del descanso.
v 
Que la ESPALDA sea tu mejor soporte y no lleves en ella la carga más pesada.
v 
Que la BOCA refleje la sonrisa que hay adentro, para que sea una ventana del alma.
v 
Que los DIENTES te sirvan para aprovechar mejor el alimento, y no para conseguir la tajada más grande en desmedro de los otros.

Que la LENGUA exprese de modo tal las palabras que puedas ser fiel a tu corazón en ellas, conservando el respeto y la dulzura.
  
Que la PIEL te sirva de puente y no de valla.

v  



v 
Que el CORAZÓN toque su música con amor, para que tu vida sea un paso del Universo hacia adelante.”

lunes, 29 de diciembre de 2014

La mula del sacamuelas

Montando en ella, venía orondo e imponente el torturador

El sacamuelas cualquier mañana del almanaque brístol se desprendía por el camino indígena de la miel, la sal y las ollas que unía a Puente Nacional en Santander con Leiva en Boyacá. Transitaba con su jinete desde los robledales de la estación en honor al árbol del que salían vagones  completos con bultos de carbón vegetal hacia la capital de la Republica para las estufas de leña, otrora energía en el hogar. 


Su tamaño mular era romo y su color azabache. Sus orejas como las de un burro y sus ojos semejaban las del diablo que nos describía Guillermina la catequista de la parroquia. Brillaba su pelaje con los rayos mañaneros. No rebuznaba, ni relinchaba. Era un hibrido entre el asno y el equino.

Su aparición silenciosa en la curva que se fundía en el patio de la Esperanza, una de las tiendas de la vereda Alto Jarantivá en la que había cancha de tejo y bebidas a granel, era de mal presagio para quienes en ese entonces éramos unos infantes.

Montando en ella, venía orondo e imponente el torturador. Blas era su nombre y Bohórquez su apellido. Con su cuerpo cubría el de la mula, dando la sensación, desde el potrero del frente de la tienda la Esperanza, que cabalgaba igual que nosotros cuando lo hacíamos en nuestros rocinantes de palo.

El torturador tenia  cabeza de cubo, y de su cara sobresalía su mentón rectangular que escondía su boca entre delgados labios que solo se movían para balbucear lo necesario.

 Cubría su cabeza con sombrero negro de alas cortas de uso común en los finqueros con algún patrimonio para resaltar la diferencia. En señal de su presencia en la casa, inclinaba su sombrero cuando se despedía luego del cumplir la misión en el hogar en el que una semana antes, en el mercado habían pactado su servicio de torturar a los niños.

Como todo buen jinete que arribaba a una vivienda, buscaba el botalón en donde se bajaba para dejar amarrada la mula con ojos de demonio y soltar de la silla de montar, su maletín negro de cuero marca Trianon, iguales a los que cargaban los galenos, en ese entonces, en sus visitas domiciliarias.

En el negro maletín sus herramientas de trabajo. Un par de pinzas  de diferente tamaño, un frasco con alcohol, unas toallas  color moho y escasos copos de algodón. 

Desde el momento que anunciaba su llegada con un “buenos y santos días” la tortura empezaba en mí y en mi hermano. Había llegado el día con sus horas nunca deseadas, y en él, el sacamuelas.

No había forma de escaparnos, nuestros padres ya estaban prevenidos para evitarlo. Mientras nuestra madre preparaba abundante desayuno para el visitante del dolor, nosotros éramos controlados por mi padre, quien conversaba animado con Blas, el sacamuelas, sobre los asuntos políticos y sus diferencias entre conservadores y liberales.



Entre charla y charla se disponía el taburete, la basecilla, el agua en un pote, mientras el jinete de la mula se engullía en un abrir y cerrar de ojos el abundante desayuno, deseado por nosotros en algún día de nuestra existencia.

Nunca anhelé esos momentos previos a la tortura. Mi cuerpo sudaba como si estuviera atizando el fogón con el almuerzo para los cosecheros de café. Mis piernas temblaban igual a cuando camino arriba con la recua de mulas con el mercado, partíamos por el camino indígena de la miel, la sal y las ollas desde la plaza de Puente Nacional hasta la esperanza, la tienda y casa de la familia.

Ganas de ir a la mata de plátano a orinar y de salir corriendo sentía en esos momentos. No había motivación, ni promesas de algún regalo. 
-A lo que vinimos vamos, -decía Blas fustigándonos con cada palabra-, que nos dolían tanto como cuando nos extraía una de las muelas de igual manera como se sube de un tirón un par de bultos de cemento a un tercer piso, usando la fuerza humana mediante una polea.

El primer turno era para mí. Era la orden de mi padre, disque para dar ejemplo a mi hermano. Si no abría la boca a las buenas, mi padre me sujetaba como un ternero para dar un bebedizo. Por fuerza que se tuviera, uno quedaba inerte ante los tenazas de los brazos fornidos y fuertes de mi padre.

Mis alaridos eran agudos y estridentes que vecinos a una legua se enteraban de mis desdicha, siendo al otro día, interrogado cual Gestapo por el camino rumbo a la escuela.

Sentía uno que había quedado boqueto o sin una muela cuando escuchaba el diagnostico de Blas: 

-Estaba larga o pequeña. 

En ese instante, cesaba el dolor y uno entraba en un trance de descanso mientras sentía manchas de sangre, que tanto mi padre como el sacamuelas, intentaban taponar con buches de agua sal y alcohol.

Desde entonces aprendí a maldecir en silencio, a sufrir con estoicismo, a bañarme la boca con empeño, y a trabajar para que las próximas extracciones fueran con anestesia con el Doctor Palacios, el odontólogo de Puente Nacional que repartía la jornada entre la cantina y el consultorio. 

Blas guardaba sus herramientas de trabajo, se despedía con cortesía extrema y aprontaba su mula para visitar a otro amigo del partido a cumplir igual misión sin cobrar algún centavo por el servicio que brindaba en la comarca.

 Montaba con cuidado su mula azabache y con una quitada leve del sombrero en señal de respeto y agradecimiento azuzaba a la mula con el talón de los pies y el mular salía corriendo camino arriba buscando el retorno mientras uno quedaba con las ganas de no crecer con molares para evitar el dolor causado por el sacamuelas que venía de los montes en su mula roma azabache.

San Gil octubre 10 de 2.015







jueves, 18 de diciembre de 2014

Heroínas anónimas, las madres cabeza de familia.


Margarita, la doña de la Honda



Fue una mujer cabeza de familia con nueve hijos varones por guiar, alimentar y educar y mas de cinco fincas por administrar, quien perdió a su esposo por un cáncer en la próstata, estando ella joven aun.

De esbelta figura con cuerpo de gacela y con una estatura mayor a la del promedio de los habitantes de la región, debió aprender a mandar, siendo viuda, desde los pajoleros, jornaleros, y mozas del servicio, sin diferencia alguna con sus vástagos.  Con tez blanca, ojos claros, cejas pobladas, labios delgados y sonrisas estruendosas, la doña tenía la cara en forma exagonal que cubría permanentemente con un halado sombrero trenzado en bagazo de plátano.

Siempre usó falda larga negra de paño bordada de igual color que combinaba con blusas campesinas de colores vivos protegiendo, tanto el cuerpo como sus ropas con delantal de igual formato de colores oscuros como guardando el luto, pues desde quedó viuda, y para no dar mal ejemplo a sus hijos varones, no permitió ser pretendida mientras vivió entre los pastizales y praderas, estiércol de vacas y leche en potes con la cual fabricó almojabanas para comprar los víveres para sus garozos hijos que crecían como cañas de castilla demandando tela y comida para colmar la demanda de energía, proteínas y vitaminas para sostener sus cuerpos de hombres altos y fornidos.


Doña Margarita Pacheco de González fue esposa de Tobías González de cuya unión hubo diez hijos, nueve de ellos, varones y una mujer que murió muy joven de nombre Rezura. En su orden fue la madre de Alejandro quien murió a los 72 años, Tobías que también murió de igual edad, Martin que murió en 1974, Antonio quien murió a los 97 años en 1997, Salvador quien falleció en 1984,  Segundo que murió en el siglo XX y Marcos, recién falleció en 2011 y Darío, quien vive en Bogotá.
 
La recuerdo por su rigidez y don de mando. Por su capacidad para trabajar sin descanso en las labores del hogar y las fincas. No fue complaciente con los perros, gallinas y demás animales domésticos de  los vecinos.

Cuando sus hijos iban cumpliendo la edad mayor, les fue entregando a sus cuidados las fincas, dispersas unas y otras pegadas que estaban como un sanduiche entre las quebradas la Jarantivá y el agua Blanca, ambas afluentes del río Suarez que nacen en Peña Blanca en la vereda Páramo de Puente Nacional y que se escurren desde la tierra de las papas, el trigo y la cebada hasta los cafetales y cañaduzales de las veredas calentanas de la misma jurisdicción.

Margarita la doña vivió 83 años  y mientras tuvo fuerzas vio por su hijo ciego a quien sacaba todos los lunes a la vera del camino a implorar caridad y de cuyas limosnas se levantaban terneros de los cuales se sentía muy orgullo Martin, quien veía más que los que teníamos el sentido de la vista, pues caminaba con lazarillo no más que su bordón y describía los parajes por donde caminaba y llamaba a las personas por sus nombres. No fue a la escuela pero diferenciaba los cuartillos de las monedas de cinco y de diez que eran las que circulaban en ese entonces en la década del cincuenta en la Nación.

Margarita, la doña de la honda, fue dueña de las tierras donde nació la quebrada la Honda que transcurre desde  Citeo Aponte hasta fundirse kilómetros abajo en la misma quebrada Agua Blanca dentro de la mismas veredas del Puente Nacional.

Hoy la quebrada la Honda, o jonda como la llaman las personas viene disminuyendo su caudal por aquello de no atajar el agua, sino dejarla pasar, pero muy seguramente la historia la referirá sin agua, pues precisamente en el humedal donde nace pasará otro tubo para transportar petróleo y/o gas, dando sepultura a la quebrada en la que muchos nos bañamos y aprendimos a nadar siendo niños, en la que sacamos nuestros primeros pescados con un sencillo anzuelo y par de metros de nailon atados a un chamizo de cualquier palo seco que moría a la vera de la quebrada que aun transcurre silenciosa y bella entre los potreros de la vereda Jarantivá del conocido municipio de la almojábana, los quesos de hoja y los balays.

Si Romulo Gallego resaltó a Doña Bárbara en Venezuela hoy destaco a tantas Margaritas que abundan en veredas y barrios del país que tiene mas mujeres que varones. Mujeres, que sin esposo logran convertir a los hijos en colombianos constructores de ciudadanía y riqueza.




Ella, sin percatar, posa ante el fotógrafo que nos dejó esta reliquia de la figura de Margarita, la doña de la Honda. Su cara fue luego reflejada en el rostro de Aurora, la hija de Tobías y quien se desposó con Roberto, el mayor de los Torres, siendo esta pareja, la primera en emigrar hacia los llanos orientales convirtiéndose en los primeros colonos fundadores del hoy rico municipio de Castilla La Nueva de cuyos subsuelos brota el mejor petroleo pesado de Colombia.




Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

      ¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...