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lunes, 12 de septiembre de 2016

Las alpargatas de José y María

En tiempos de matusalén para proteger los pies José y María usaban los alpargatas atadas  a los tobillos con cinta negra tejida en algodón para entrar al pueblo, para asistir a fiestas o acudir al templo a cumplir los ritos religiosos, una vez participado en el acto social esta prenda se la quitaban al abandonar el lugar y retomar el camino de regreso a la vereda.

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Las alpargatas o espardeñas, o esparteñas, y en Colombia conocidos como “chocatos” o “cotizas” se generalizaron en el uso en América Latina desde el periodo la conquista introducidas por los españoles catalanes en cuyo país tienen historia desde 1322 que fueron una mejora de las pantuflas romanas, y éstas a su vez, una mejora de la sandalia egipcia. Cuenta la historia que en México el uso de las alpargatas estaba antes de que llegaran los españoles, es decir nuestros indígenas indoamericanos  no eran tan “chocatones” como creen muchos de los descendientes.

 

Este calzado, que en otrora era común el uso en los campesinos, y hoy, generalizado entre los jóvenes, en particular extranjeros por su simpleza y liviandad, se ha elaborado artesanalmente con fibras naturales la suela ya de  fique, yute,  caña, cáñamo o cuero,  y en algodón,  la capellada.

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Las alpargatas de José hacían juego con el color de la camisa siempre blanca, y el calzado de María hacía juego con la blusa también blanca y la falda siempre negra. Ellos usaban las alpargatas para ceremonias y visitas a las zonas urbanas, y hoy, es un calzado informal  con capelladas tejidas y bordadas según la región y país, y las que usan las mujeres, hasta tacón tienen, pues las originales eran planas para ambos sexos, pero actualmente las cotizas tienen un predominante uso informal en las ciudades.

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José se  calzaba las alpargatas en “el lava patas”, lugar a la vera de cada camino cercano a un arroyo para ingresar al casco urbano, y en ese mismo lugar se las quitaba  al salir del pueblo y retomar el camino de regreso a la chacra y con el mismo cordón o cinta las ataba al cinturón sobre la nalga derecha sobrepuestos acariciándose las capelladas tejidas en algodón, o las suelas, ya de fique, ya de cuero, ya de caucho de llanta usada.  En los mayores,  se veían  a la distancia las alpargatas haciendo  yunta con el cuchillo o el revolver encintado integrando la vestimenta usual hasta la década  del sesenta del siglo XX. Igual María también se calzaba y  se quitaba las alpargatas y  las disponía de la misma manera pero los echaba en el canasto junto con el colorete, el frasco de tabú y la caja de polvos.

 

Él, usaba un monedero que cargaba en el bolsillo secreto fabricado por el sastre a petición del usuario que se confeccionaba por dentro de la pretina cerca al cinturón y al interior del bolsillo derecho del pantalón;  y ella,  usaba una veneciana que era una    bolsa   en fino y terso cuero  de forma circular perforada en el borde por cuyos armónicos huecos cruzaba una cordón del mismo material que tenía como función recoger sobre si misma la veneciana que se suspendía en el cuello dejándose desprender verticalmente escondida bajo el pelo largo, ya trenzado, ya suelto y precipitándose escondida entre los senos protegidos bajo una blusa blanca ancha con cintas de colores dispuestas en forma horizontal que hacían equilibrio  con las cintas del mismo color que remataban la ancha falda negra de paño de pliegues hasta el encaje de la enagua blanca de algodón escondiendo las piernas hasta el tobillo sin dejar a la vista la piel ni para la imaginación de José.

 

Las alpargatas, como quienes tenían la fortuna de usar zapatos, eran lavados unos y lustrados otros y dispuestos en el hogar en el almario junto con la ropa para asistir a los actos sociales. El resto del tiempo, tanto José como María mantenían a pata limpia haciendo sus quehaceres.

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Las cotizas con suela de fique se tejían en Somondoco, Boyacá, pueblo en el que abundaban talleres de artesanos que tejían la capellada en algodón y  las suelas en fique para despachar a buena parte del país. Las alpargatas santandereanas eran tejidas en algodón o cáñamo las capelladas y cosidos sobre suela de cuero o llanta en Socorro o San Gil, Santander, poblaciones que aún tienen prosperas empresas de cotizas.

 

Este calzado usado por ellos y por ellas fue remplazado años después por los zapatos de caucho y posteriormente de cuero, mientras las alpargatas siguen usándose para exhibirlos con los trajes típicos en las ferias y fiestas de las poblaciones cuyos habitantes se niegan a esconder en el pasado sus costumbres tanto gastronómicas, musicales como formas de relacionarse con los vecinos y las amistades de cada localidad.

 

En la primera década del siglo XXI el uso de las alpargates se generalizó entre los José y las Marías argentinos, uruguayos y españoles y el gusto por usarlos se popularizó en el continente latinoamericano. El nombre como el color de la tela y el material de las suelas cambió, pues la prenda se volvió de uso citadino y ya no se fabrican en talleres artesanales de los pueblos, sino en empresas con reconocidas marcas asentadas en las capitales que fabrican los chocatos en  gama de colores y suelas para ser usados informalmente por quienes ven en la moda una manera de mostrar su existencia.

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Quienes nacimos en medio de la naturaleza, las alpargatas se han convertido en una antena a tierra que nos recuerda nuestro origen, y así  tengan diversas capelladas y distintos materiales como suelas, todos regresamos al principio de la vida con los pies para adelante o para atrás, incluso quien han nacido en la ciudad

 

 

Puente Nacional, finca la Margarita, agosto 23 de 2016.

 

 

 

 

lunes, 29 de agosto de 2016

El aroma de tus cabellos.

 

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La brisa de tus largos cabellos  que cubrían tu torneada espalda acarician mi existencia.

 

Tu negra melena suelta sobre tus hombros protegían la belleza de tu cara y escondían la dulzura de tus besos.

 

Tu pelo suelto cual vaivén caía de tu cabeza cual misterio que acallaban las preguntas e instaban a la ensoñación y a la admiración.

Ya suelto, ya en trenzas, ya recogido, ya esparcido armoniosamente en el lecho nupcial, tu cabello aromatizado prevalece en los recuerdos.

Recuerdos de  37 años admirándote en vida y 16 de tener tu esencia como compañía perenne y permanente.

Misteriosa muerte me la arrebataste un 13 de noviembre de 2000, pero no pudiste llevarte su largo cabello negro.

 

Bendita muerte  que vendrás por mí, pero ya sabes, huelo al aroma de su cabello, y aunque ese día se torne del color de su cabello, me harás un bien, pues he cumplido la misión encomendada y correré presuroso a fundirme con su esencia, sin que lo puedas evitar.

Bendita muerte no te temo, no me asustas, bienvenida seas en el lugar y el tiempo ya predeterminado.

San Gil, septiembre 15 de 2015

jueves, 25 de agosto de 2016

El cartel de los piscos

En antaño en las esquinas del parque principal, en las casas curales y plazas de mercado, había un espacio reservado y demarcado en madera conocido desde entonces como la cartelera en los que se fijaban los carteles anunciando edictos, defunciones, fiestas, corridas de toros o galleras.  Es común escuchar a estudiantes que la profesora les puso como tarea hacer una cartelera y terminan elaborando es un cartel tan pequeño que lo ponen en cualquier pared para recibir una gratificación en nota.

A mediados del siglo XX en Colombia surgieron los bandoleros, grupo de varones que empuñaban las armas para enfrentar a las fuerzas del orden, para desplazar o masacrar a otros para quedarse con las tierras. Decenios después, el numero de facinerosos aumentó y se les llamo, bandas, pero en la década del sesenta del mismo siglo con el auge de la marihuana, surgieron los carteles de los narcos que oscurecieron la vida nacional en la década del noventa y desde hace unos lustros, la vida de México.

En la niñez o juventud las personas buscan un modelo a imitar, y ahora mas que antes, quienes resultan con propiedades y ostentan con el dinero se convierten en los espejos para los niños y jóvenes de hoy promovidos por los noticieros y las imágenes de la televisión.

Carlos, Vicente y José oriundos del campo cursaban el primer año de bachillerato junto con algunos niños,  hijos de padres ostentadores que imitando a los padres, hacen lo mismo con sus compañeros de colegio notándose desde entonces las limitaciones y diferencias entre los estudiantes de los campos y los estudiantes del pueblo, los estudiantes de los barrios subnormales y los demás barrios.

Carlos, Vicente y José regresaron a la vereda en las primeras vacaciones del año lectivo a trabajar en la finca de sus padres, pero en esa ocasión, llegó a donde los abuelos un niño a vacaciones con mas años y con los resabios de un habitante de barrio subnormal. Medardo era su nombre con lazos de sangre con Carlos, razón por la cual   estrecharon la amistad con Vicente y José. Los niños de la vereda recibían de sus padres la comida y el afecto escaso de quienes se educaron en el trabajo, y Medardo criado con escasos lazos de afecto, recibía a regañadientes la comida de los abuelos ya acostumbrados a recibir los nietos abandonados por sus progenitores que los engendraron sin condición ni edad para asumir la crianza como Dios manda.

Los pozos de las quebradas, los raudales del Saravita, las improvisadas canchas de futbol en cualquier plano potrero o los campos deportivos a suelo pelado en las escuelas, eran los lugares mas frecuentados por los niños en esas vacaciones.

Medardo, un par de años mayor de los tres niños y con los vicios que se aprenden en la capital estableció una empatía y se convirtió en el patrón del grupo instándolos a obtener dinero pescando en la cualquier alacena que escaseaba en sus hogares. Los niños una vez conocieron la estrategia para obtener dinero encargaron a sus padres las herramientas para el trabajo que empezarían los cuatro. El trabajo de pescar en agua seca.

Cada quien logró armar su herramienta de trabajo consistente en cinco metros de nylon y un anzuelo, y la carnada, cada quien la buscaba en  casa. El escenario del trabajo de los niños fueron los potreros cercanos a las viviendas de los vecinos, la jornada de trabajo era los lunes, día de mercado en que los dueños de las casas las dejaban vigiladas por los gozques, pero los potreros en los que pastaban los ganados y buscaban saltones los piscos, eran vigilados por los rayos del sol.

Cada niño escogió el escenario de su trabajo y entre las nueve y once de la mañana de un lunes de la década del setenta del pasado siglo, empezaron su primer trabajo para disponer de dinero en julio cuando regresaban al colegio de la población.

La táctica era la misma. Debían usar ropa verde y mimetizarse detrás de las piedras o encima de los árboles en el potrero en que las piscas con sus piscos rondaban a carreras detrás de los saltones para llenar sus buches, pues como era día de mercado, el maíz ya no había en los costales o cajones de madera de las casas de los vecinos.

Cada quien tenía la misión de pescar tres aves, y una vez las tuviera en recaudo, debía trasladarlas en un costal papero hasta el pozo del tinajo, lugar pactado para contar el botín y definir la forma de monetizarla.

Los anzuelos no fueron guindados en el agua. Los anzuelos fueron tendidos en los potreros con un grano de maíz o un saltón para que  un ave lo tomara para alimentarse. Una vez la pisca o el pisco que  competía por el alimento se echaba al pico el grano de maíz o el insecto, el poseedor del anzuelo empezaba suavemente a recoger el nailon hasta que el ave era atrapado por cada niño e introducida al costal que se mantenía escondido bajo un palo de arrayan que daba sombra a la hondonada.

Sobre las doce del medio día de ese lunes del primer trabajo remunerado de los niños, éstos estaban cada uno con su botín en el pozo del tinajo. Juntaron las aves pescadas en dos costales de fique, y cada quien hizo cuentas de los billetes que recibirían con el producto del trabajo de ese lunes en pocas horas. Pero Carlos Vicente y José no habían pensado como vender la pesca obtenida, en cambio Medardo con la experiencia tomada en un barrio subnormal de la capital ya tenía la solución para convertir en billetes el producto de las pesca.

Medardo empezó advirtiendo que por ser día de mercado cada uno no podía irse al pueblo a feriar el producto de la pesca, que era mejor no suscitar sospechas al abandonar cada quien su casa, que vender las 16 aves en la población sería difícil porque el mercado fue por la mañana, que lo mejor era vender el total de la pesca en el mercado de otro poblado al cual tocaba llegar en un bus de línea a la capital, que el peso de todas las aves era mayor para que uno de los residentes se fuera a vender lo pescado. Los tres niños que habían regresado a la vereda a pasar sus primeras vacaciones, asintieron en los razonamientos de Medardo, quien propuso la solución para ganar mas cada uno.

Medardo empacó las 16 aves en los costales, y por ser mayor y  se defendía viajando en bus solo, cogió peña arriba dos horas hasta la carretera central donde cogió un bus para la capital colombiana con la promesa de regresar el fin de semana a la vereda a repartir proporcionalmente el producto del trabajo con el anzuelo.

Carlos, Vicente y José se hicieron bachilleres y luego profesionales. El primero fundó un partido político, el segundo se convirtió en maestro y José es un prospero ganadero. Décadas después Medardo volvió a la vereda con ocasión del festival de torbellino y el requinto, y hasta ahora no se han vuelto a reunir para hacer cuentas, las cuentas que Medardo nunca aprendió a hacer para ganarse el pan con el sudor de la frente.

Puente Nacional, finca La Margarita, Junio 29 de 2016

jueves, 18 de agosto de 2016

Antonio, el zupias



Los otros niños  de la escuela lo señalaron de cobarde y miedoso, de incapaz y niña. Antonio bien lo sabía, no era cobarde, ni miedoso, ni incapaz ni le gustaba jugar con las muñecas y asumió y logró con éxitos las pruebas que le ponían los niños montadores de la escuela de las quintas, casas en madera y teja de cinc en las que pernoctaban los ingenieros y administrativos de la red vial nacional de la ruta del oriente colombiano.


 Hombre campesino en Granada, Sucre | Fotografía: José Manjar… | Flickr
En los meses lluviosos de abril y mayo los derrumbes sobre el ferrocarril se multiplicaban, igual las cuadrillas de obreros para sacarlos a pica y pala para no entorpecer el paso de trenes y auto ferros que bajaban y trepaban las montañas santandereanas con pasajeros y cargas para la capital colombiana. 

El derrumbe en la peña de Jiménez ubicada en la parte media de las estaciones de El Guayabo y Providencia fue mayúsculo incluyendo rocas y piedras de gran tamaño que una cuadrilla especializada logró despejar en dos días usando dinamita y trabajando día y noche para normalizar el paso de los trenes.

Un obrero de nombre Rafael se llevó a escondidas un par de tacos de dinamita a su casa. El tenía un par de hijos en la escuela y uno de ellos estudiaba con Antonio. Entre la peña de Jiménez y la casa de Rafael se descolgaba la quebrada Jarantivá que daba de beber a las locomotoras impulsadas con la combustión del carbón mineral, y en ella existió un pozo amplio y poco hondo al que ocasionalmente acudían familias a hacer el paseo de olla y los estudiantes a celebrar el fin del año escolar.


Pascual, el hijo de Rafael invitó a Antonio un domingo al medio día  a bañarse en el tinajo; al paseo se unieron otros muchachos de igual edad. Luego de nadar, preparar unas yucas cocinadas con asadura que compraron en una de las pesas de la estación del tren, hicieron pruebas de resistencia y valentía entre ellos, el salto al pozo desde la clavellina, una carrera desde el chorro hasta el muro que atajaba el agua formando una represa que surtía los tubos de cobre forrados con neme por los que iba el agua al tanque de aluminio que descansaba sobre tres rieles de hierro que tenía una capacidad de 20 metros cúbicos de agua y del cual dependía una manguera de cinco pulgadas fabricada en cuero que introducían en el tanque para refrigerar y producir el vapor y la energía que impulsaba las locomotoras del tren.

Pascual tenia su guardado, cuando ya iban a terminar las pruebas, desafió a Antonio a fumarse un tabaco mostrando varias unidades que repartió entre los muchachos del paseo asegurándose del cigarro que daba a Antonio. La competencia consistía al que lo prendiera primero y lo fumara en menos tiempo prendiéndolo con un tizón de leña de arrayán que se quemaba lentamente en el improvisado fogón en el que prepararon el cocinado de yuca y asaron las viseras de res. La competencia empezó cuando todos prendieron el tabaco y empezaron a succionar con los labios. Antonio hizo lo propio pero su tabaco era un poco mas grueso y en vez de hacer ceniza y humo, estalló.


Antonio perdió sus dientes superiores e inferiores, sus labios, parte de las encías y de la lengua. Fue trasladado por una gasolina del inspector del tren hasta el hospital de Chiquinquirá en donde le hicieron los remiendos que en ese entonces se podían hacer en cirugía. Pasaron los meses y Antonio regresó a la vereda donde sus padres, quienes no gastaron ni un centavo en asuntos médicos, pues la empresa ferroviaria asumió los gastos.

Antonio no volvió a la escuela y se convirtió en jornalero desde la pubertad. De perfil se le veía su cara con una hendidura como boca y de frente como un hueco de un tronco viejo. Gangueaba para comunicarse, entraba en ira cuando se burlaban de su condición, mas cuando estaba borracho, vicio que lo fue consumiendo con los años y lo apodaron “Antonio zupias” como se le conocía entre los escuelantes.

Un domingo en la tarde se fue con sus guarapos en la cabeza a buscar leña a uno de los potreros aledaños  a la casa de Ascensión Gamba en donde le daban posada. Esa tarde Antonio no llegó con el palo de leña para preparar los piquetes que Ascensión vendía en un canasto en la estación del tren. Imaginaron que había terminado mas borracho en la casa de Pedro Nel Bohórquez. El lunes tampoco apareció Antonio, no fue a trabajar en donde tenía el compromiso, y Pedro Nel, confirmó de su no presencia en su predio rural.  El  día martes el campesino Agustín Torres bajó al potrero ubicado pasos abajo del rancho de Ascensión Gamba a dar sal a sus animales observando unos chulos merodeando en uno de los zanjones que bañaba el potrero. Agustín pensó que uno de sus semovientes había muerto en el zanjón. Los contó por seguridad y notó que no le faltaba ninguno. Corrió a ver donde los chulos hacían el trabajo de reciclaje natural, y encontró el cuerpo de Antonio.
 

Fotografía cortesía de Domingó.


Estaba boca abajo, y sobre la nuca, tenía un morón viejo de arrayan que llevaba para rajar y servir de energía para que doña Ascensión Gamba preparara los balay que vendía a los pasajeros del tren todos los días. Antonio murió ahogado sin darse cuenta y sin sufrir pues estaba borracho, estado que le permitía olvidar lo ocurrido en el pozo del tinajo para no dejarse ganar de sus compañeros escuelantes, Pascual vivió con su guardado protegido con el silencio de los testigos y Antonio, desde entonces fue visto como el zupias de la región cuyos hermanos de genero recordaban en las tiendas refrescando la garganta con amargas  burlándose del infortunio del niño que no le tuvo miedo a los otros niños que imponían picardías como desafíos para burlarse del mas débil entre los débiles.



Puente Nacional, finca La Margarita, junio 10 de 2016.

martes, 9 de agosto de 2016

El aljibe que se ahogó con la indiferencia


La naturaleza lo pintó y lo puso a brotar agua en la cuesta de una loma de greda blanca poblada por piedras de arena del mismo color vestidas de hongos grises  que semejan una cobija del color de la vejez a cielo abierto. Tuvo como sombrero arbustos de tunos, cucharos, manchadores y payos y como cinta mortiños, helechos y malezas benéficas para los cucaracheros.

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Los párparos del ojo de agua se cierran ante la indiferencia de los humanos que usaron y usan el agua, y se ahoga ante la indiferencia estatal y el abandono comunitario. (Fotografía de Nauro Torres, 2016)

El ojo de agua tenía un diámetro de dos metros rodeado de musgo verde, poblado de guabinas y libélulas que brillaban con los rayos del sol que las acariciaban a diario  mientras las primeras nadaban a su antojo, y las segundas, caminaban como el hijo de Galilea, sobre las aguas bailando una melodía que solo la culebra, madre del agua conocía el son.

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Fotografía de un perfil del ojo de agua en el que se aprecia el bello paisaje Puentano, y a la vez, la deforestación y la primacía de las praderas para los ganados, y el abandono del yacimiento del agua. (foto de Nauro Torres, 2016)

Del aljibe se desprendían dos lazos de agua en medio de musgos verdes que metros abajo formaban un manantial que llegaba a alimentar el humedal principal que sostenía un pantano de cien metros de diámetro que tenía  bacterias e insectos benéficos que eran suculento plato para chirlomirlos, y avacados que revoleteaban y se reproducían en  el mismo humedal, y en épocas de inmigración aviar, los alcaravanes y las garzas  pernoctaban, a la vez que millares de diminutas aves llegaban adormir en los matorrales y árboles  que circundaban el ojo de agua.


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El paisaje contrasta con el olvido de una fuente de agua-al fondo, bajo las piedras el ojo de agua- que tributaba a la quebrada la Honda por cuyo nacimiento esta proyectado el paso de un oleoducto. (Foto de Nauro Torres, 2016)

Del ojo de agua se surtían, en chorotes, los miembros de cinco familias, también los transeúntes que cansados trepaban por el camino real y no tenían ni un cuartillo o un centavo para comprar un guarapo en cualquiera de las tiendas que abundaban a la vera de la vía del rey.

El humedal es el centro de una plana tierra que alguna vez fue pensada para levantar un poblado, pero los habitantes de ese entonces cuidaban las fuentes y los arroyos de agua mas que el dinero,     y el poblado se formó unos mil metros arriba en otra planada que era una arrabal en el que poco se producía la agricultura y la grama que salía era alimento para los rebaños de ovejas.
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Vista desde el ojo de agua, al fondo la planada que fue un humedal. En la imagen inferior la planada con los vestigios de lo que fue un humedal frondoso y rico en biodiversidad. (Fotos de Nauro Torres, 2016)
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Cincuenta años después, el humedal se convirtió en potrero y sus escasas aguas salen por una estrecha zanja que tributa a la quebrada Honda, hoy un zanjón mas, y el ojo de agua ha ido cerrando sus párparos por el mismo musgo que produce su escasa humedad. Su sombrero fue talado para dar espacio al pasto y sus piedras vestidas de musgo del color de la vejez, fueron voladas e incorporadas en pedazos en la carretera que se comió el camino real que ya no es del rey, ni del Estado que no mantiene la vía, pues lo hace los mismos usuarios ante la desidia municipal.

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En antaño, los alcaravanes y las garzas pernoctaban en sus migraciones en el humedad, al fondo, y como fuente diversa crecían y vivían los avacados y chirlomirlos, hoy solo en los recuerdos de los mayores. (Foto de Nauro Torres. 2016)

Los avacados, chirlomirlos, alcaravanes y garzas, las nuevas generaciones no los conocieron pues los insectos se fueron con las aguas y las bacterias escasearon igual que los microbios benéficos y la vida en ese sistema natural se ahogó con los pastos para engordar novillos, y los niños que escasean en las escuelas vecinas no conocieron los pozos  de la quebrada Honda donde los niños de viejas generaciones aprendieron a nadar y a pescar, pues en las quebradas de la municipalidad desaparecieron los pescados como han desaparecido especies de aves e insectos sin que nadie se pregunte el por qué.  

Solo dos ancianos que rondan por los 90 años se surten del ojo de agua que la conducen a sus casas con manguera de media pulgada y protegen la riqueza hídrica con dos oxidados alambres de púas en un área que no supera los cuatro metros cuadrados. La vieja Custodia de Torres y el viejo  Gustavo  Gonzalez Cubides se acuestan soñando que el alcalde recién posesionado aísle los yacimientos de agua, los humedales y se apropie de los 15 metros al lado y lado de las quebradas que dicen que son del Estado para que los arboricen y las quebradas vuelvan a henchirse como cuando fueron niños y se pueble de nuevo con runchos, chocas y  sardinas y volver cada semana santa a pescar y comer guardando la vigilia al Amo de Galilea.


Puente Nacional, finca la Margarita, junio 9 de 2016.

miércoles, 27 de julio de 2016

Olivo, el empujado


Ulises Contreras y Clara Montalvo, siendo muy jóvenes huyeron de la vereda; habían perdido a sus padres al ofrecer resistencia en la finca cuando los atacaron para quedarse con la tierra en 1948. Se fueron a donde iba la trocha y había montaña baldía para trabajar, lugar escondido en la  selva de un municipio del Catatumbo conocido como Convención en Norte de Santander.


Allí formaron un hogar y tres hijos llegaron a aumentar la mano de obra para ampliar la parcela, pues los colonos llegaban de diversas partes y trabajaban de sol a sol descuajando montaña, tanta como sus hachas y serruchos tumbaban para convertir en cementeras, luego en potreros o cultivos de caña o cacao.

En la parcela, Ulises y Clara tenían lo suficiente para comer y dar a los hijos, y tras ellos, llegaron otros familiares a hacer lo mismo, trabajar la tierra y esperar posesión para que el INCORA, con los años, les diera una titulación y gozar de una propiedad familiar.

En la tierrita familiar construyeron un rancho con tres piezas, otro rancho con un molino de piedra para sacar el dulce de la caña, un rancho para colgar los aperos de las bestias y la troja para el maíz y espacio para las herramientas, abonos y trastos viejos que algunas personas, en la medida que se hacen mayores, empiezan a guardar para el activar los recuerdos.

Ulises fue un hombre recio y duro como los arboles que logró tumbar. educó a los hijos con el rejo, el grito, la humillación, el desprecio por quienes se les atravesaran por la vida, la  agresión física y verbal y con  el principio del no dejarse de nada ni de nadie. Esa actitud de vérselas con la vida trajo a Ulises numerosos conflictos cuando se emborrachaba, ya en el pueblo, ya en el rancho en el que Clara debió aprender a defenderse de igual manera.

En los campos de Colombia, las historias se repiten a diario. Detrás de los colonos llegan otros que fueron colonos a comprar las fincas recién hechas, y quienes venden, se van a otro departamento a abrir trocha y tumbar montaña para hacer finca y seguir en el círculo de la colonización.

La parcela de Ulises y Clara recibió varias ofertas de compradores, ya vecinos u provenientes de otros lugares, pero no deseaban venderla, pues recordaban lo ocurrido con sus padres.


Olivo, Euclides y Mercedes fueron los guambitos que criaron Ulises y Clara. Ninguno fue a la escuela porque en la punta de las trochas no hay escuelas sino brazos para trabajar para tener algo en la vida y los hijos son mano de obra sin paga, y entre mas hijos, mas tierra para trabajar.

 
Olivo, el mayor se fue al pueblo a traer unos encargos. Regresó al rancho sobre las cuatro de la tarde. No encontró a nadie en el rancho y empezó a llamar a la mamá, y luego de varios llamados escuchó su voz entre cortada y llorando como si estuviese comiendo molido de maíz. La voz salía de adentro de la pieza principal pero la puerta estaba cerrada. Por la mente de Olivo pasaron escenas de  la historia que Ulises le contó sobre la suerte de sus abuelos en el Tolima. Encontró y se armó con el machete 22 de su padre que estaba enfundado y colgado en la columna central del rancho, y llorando, empezó a pedir clemencia por su madre que la habían amarrado y la tenían en estado de indefensión dentro de la habitación. El hombre que la tenía en esa condición pensó en callar los llamados del niño que tenía unos 12 años y abrió la puerta para agarrarlo, amarrarlo y amordazarlo. Abrió la puerta y no vio al muchacho, dio un paso al corredor, y en un cerrar de ojos recibió un machetazo en la cabeza y otro en el brazo  derecho en el que segundos antes guindaba un revolver calibre 38. El hombre se descolgó como un racimo de plátano cuando se  corta con fuerza en el virolo.


Olivo, en un santiamén liberó a la madre y le pidió se quedase encerrada trancando la puerta, pues salió saltando cual  saltón   a buscar al padre sigilosamente cual perro de cacería; no lo encontró en el rancho de la troja y los aperos, tampoco  cerca al patio del rancho. Desde lejos, en el trapiche de piedra oyó unas voces que le exigían a Ulises que vendiese la tierra y se fuera de la región o si no lo mataban al igual como había pasado con Clara. La ira y el dolor se activó con mas furor en Luis, quien saltó como un león a su presa sobre el hombre que mantenía atado y humillado a Ulises. El hombre no se percató de la presencia del niño quien le propinó ocho machetazos liberando al padre, mientras un tercer hombre huía despavorido disparando una carabina calibre 18 con la cual logró pegarle tres tiros a Olivo, quien lo persiguió hasta fuera de la chacra dejándolo levemente herido con una cortada en un brazo.


Olivo vio sangre en su humanidad, sintió debilidad y se recostó en la banca de madera que había en el corredor del rancho principal. Clara lo auxilió, igual Ulises, las balas de la carabina calibre 18 habían atravesado el muslo de su pierna derecha, el musculo del brazo izquierdo y rosado la parte  lateral del abdomen.


La policía fue avisada por quien usó la carabina de la U argumentando que junto con dos amigos mas habían sido atacados por Ulises y sus hijos cuando los visitaban para que les vendiera una miel.

Ulises y Clara  fueron detenidos y llevados al calabozo de la municipalidad, pero  como no fueron señalados  como victimarios por quien usó la carabina de la U, quedaron libres. Olivo huyó a Venezuela por trochas y caminos, país en el que debió guerrearse la vida hasta cuando cumplió 21 años y regresó a Colombia a visitar a los padres y sacar la cedula de ciudadanía, gestión que hizo en Ocaña, Norte de Santander.


Ulises y Clara habían vendido a bajo precio la tierra que habían trabajado con tanto empeño para evitar venganzas y huyeron a Chaparral, Tolima. Olivo se dedicó a trabajar como jornalero en las veredas de Ocaña mientras le salía la cedula. El documento de identidad lo retiró ocho meses después y cuando se disponía a firmar para que se la entregaran, fue detenido por doble homicidio y lesiones personales a un tercero. Fue condenado a 35 años de cárcel e inició su  condena en Pamplona, capital religiosa del Norte de Santander, departamento colombiano fronterizo con Venezuela.


Cinco años llevaba el joven Olivo en la cárcel aprendiendo a sembrar hortalizas y a tejer mochilas de fique, por su prontuario de valentía era respetado en el penal; como otros presos, no recibía visitas porque sus familiares estaban en municipios alejados. Urdieron con otros diez presos una estratagema para conseguir ser trasladados a otro penal en clima templado o caliente, anhelaban la cárcel de Bucaramanga o Valledupar, pues alguien les hizo creer que por estar  en la capital, las mujeres de la vida visitaban sin condición a los reclusos a brindarles comprensión sexual.


Retuvieron a tres guardianes a quienes desarmaron y amenazaron con las mismas armas de dotación y amotinaron a los demás presos del patio. Olivo y sus secuaces lograron su cometido, luego de varias horas de exigencia. El director de la cárcel logró el traslado de cinco de los amotinados, quienes un día después fueron trasportados en un camión ganadero que se movilizó carpado hasta llegar al destino.


El hado del camión cargado de presos e igual numero de guardianes no fue en clima caliente. El camión arribó luego de ocho horas de viaje al Barne, la cárcel de Tunja, ciudad capital del departamento de Boyacá que esta sobre los dos quinientos mil metros del nivel del mar. Allí los amotinados fueron recluidos en calabozos individuales, desnudos a oscuras y con poca comida, espacio en el que estuvieron veinte días para luego ser trasladados a patios diferentes.

En el patio al que trasladaron a Olivo, una noche oscura y fría fue violado por dos hombres que habían echado una apuesta con otros presidiarios a ver quien le quitaba la berraquera al asesino de Convención. Lograron el cometido, pero Olivo guardó mas odio en su corazón, y dejó pasar los días, y en un descuido se vengó de uno de sus violadores que seguía en el penal. Lo dejó inerte en la ducha donde se bañaba con el hielo que venia en tubería de la montaña tunjana.

Olivo recobró la libertad cuando tenía cuarenta años. Se fue al Tolima a buscar a  la familia, pero no la encontró. Se dedicó a trabajar y ahorrar y en pocos años se hizo a una finca en Planadas, Tolima, en la que constituyó una familia, sembró café, cítricos, legumbres para el consumo familiar.

Un sábado al medio día cinco guerrilleros fueron a buscarlo al rancho donde intentaba rehacer su vida. La esposa lo negó, pero los jóvenes guerrilleros no le creyeron y se estacionaron a esperarlo. Olivo estaba podando unos naranjos y con su sentido de liebre se descabulló entre huertas, montes y cañadas hasta llegar kilómetros atrás donde iba la punta de la trocha. Allí lo alcanzó el camión que cada sábado compraba el plátano que vendían los colonos para hacer la compra de la semana.

El camión amaneció en Centroabastos en la capital colombiana, la ciudad del mundo con mas desplazados por tres violencias sucesivas que ha tenido el país. Olivo se convirtió en cotero en la misma plaza principal en donde fue aconsejado a acudir a la oficina estatal a contar su historia y fue reconocido como desplazado recibiendo salud y subsidios del Estado, inscribió a su hija y a quien fue su compañera en el Tolima en familias en acción dando una dirección de la capital del país para recibir las tres las ayudas del Estado colombiano a los desplazados y a quienes ostentan el estrato 1 en los niveles de riqueza que estableció el gobierno Nacional en la primera década del siglo XXI.


Un domingo en la tarde estando tomándose unas amargas en la tienda de una esquina de un barrio colgado en un cerro del municipio de  Soacha acompañado de desconocidos del oficio de la rusa, por razones no recordadas u omitidas, entraron en gresca con botella y cuchillo y Olivo terminó en el hospital herido con arma blanca. Allí además de curarlo, le hicieron examines de rigor y le diagnosticaron una arritmia. Enterado del diagnostico, recordó lo que le habían contado de niño, que las personas que se enfermaban del corazón, que unos morían en minutos y otros lograban sobrevivir a una operación. La operación consistía en meterle un cuchillo por el pecho para sacarle el corazón y revisarlo. Recordó tanto dolor físico y moral que había tenido en su vida que solo anhelaba vivir, asunto que no había logrado hacer en años anteriores. Se sintió mejorado y se voló del hospital sin dejar razón.


Por su constitución física y fuerza corporal trabajó en la rusa convirtiéndose en ayudante de obra. Allí enamoró a la señorita que preparaba los alimentos a los obreros de la obra, una bolivarense santandereana que llevaba varios años en la capital rebuscándose la vida. El edificio fue terminado en el tiempo previsto y liquidados los obreros. Olivo y Mariela decidieron hacer vida compartida y regresaron a donde los padres de la dama en Bolívar. Allí compraron un lote de diez novillas e hicieron planes con las crías y la leche que producirían, animales que pastaban en predios del padre de Mariela.

Habían transcurridos dos años de feliz estadía, tiempo en el cual no hubo hijos, la plata florecía en los bolsillos y los domingos, además de vender la legumbre, ir a misa, almorzar en un toldo, se tomaban sus cervezas hasta perder el equilibrio.

Un domingo, sin quererlo, resultó tomando con un campesino menor a su edad, quien resultó haber sido la causa de la partida a la capital de su Mariela, quien había quedado embarazada y el padre no le había perdonado que el novio no respondió argumentando que la criatura no era de él. Mariela herida en su dignidad, se fue a Bogotá a donde una conocida, quien le ayudo a buscar un trabajo domestico, y en él, perdió la criatura. Olivo le reclamó su cobardía y el campesino respondió en igual medida formándose una trifulca con heridas leves en ambos contrincantes. Antes que la policía llegara Olivo se voló y fue a parar a San Vicente de Chucuri y se dedicó a trabajar donde lo contrataran los domingos en la plaza y en época de la cosecha de café, en la Mesa de Los Santos, San Gil, Socorro y Pinchote y sus veredas se convirtieron es sitios de trabajo recogiendo la pepa recibiendo la paga según las arrobas que a diario desgranaba de los palos.

En el municipio del cacao se organizó con una mujer joven diez años menor, madre de cinco hijos de dos padres diferentes, quien lo acolitó andaregueando. Consiguieron un trabajo en una finca, luego en otra, y otra en las que trabajaban hasta los septiembres, montaban pleito a los patrones y se iban a coger café en cada cosecha a otro lugar.


Olivo nunca suministra papeles a los patrones, no firma recibos de pago alguno, no sigue instrucciones, no reconoce subordinación, no acepta que lo afilien a la seguridad social, pero al salir de cada finca donde trabajaron, montan camorra al patrón y los demandan reclamando todos los derechos, sin embargo, cada primera semana de cada mes viaja a Bogotá a reclamar los subsidios del Estado a favor de él, de la hija y la madre que siguen viviendo en el Tolima a quienes no les gira ni les reconoce derechos y sigue a la espera de recibir una gran indemnización por la ley de restitución de tierras y tener, por fin, un pedazo de tierra propio para volver a empezar.
 
Olivo es un bipolar, cambia de ánimo como de color el alacrán; habla hasta por los codos y narra con prepotencia a quienes se lo beben que ha estado en la cárcel y que no le da miedo volver a ella porque hasta ahora nadie le ha puesto el cascabel al gato. Beodo y en la cama que caiga sufre alucinaciones y como un niño llora al lado de la compañera a quien ve como “ una buena para nada” pero que soporta con estoicismo el maltrato verbal y psicológico que permanentemente le hace el ex presidiario al que apoya silenciosamente y es alcahuete de sus desmanes contra quienes se atraviesan en su camino.

Pero Olivo es un trabajador incansable, se esconde de sus sombras y de sus recuerdos ingratos y dolorosos en el trabajo, no aprende cosas nuevas pues cree que lo sabe todo, gusta de la labranza y cosecha todo lo que siembra en cualquier rincón, incluso mariguana a escondidas del patrón. Se empodera de su trabajo que olvida que labora en tierra ajena y un día cualquiera desconoce al dueño de la tierra y le impide acceder a la propiedad para que sea suspendido del trabajo e iniciar de nuevo otro pleito laboral a su favor.


Olivo y su actual Clementina, mañana actuaran sin Clemencia a donde quiera que vayan buscando trabajo, viviendo embarrados en sus propios odios, untados en sus propias mentiras, olvidados de sus hijos y despreciados por quienes ofenden e intimidan por doquier; vivirán en sus propias soledades en la espiral de violencia en la que están empujados  desde los bisabuelos, tal vez la misma vida les enseñe que hay que guindar siempre una rama de olivo en la mano y actuar con clemencia para recibir benevolencia de la misma vida.


Puente Nacional, La Margarita, junio 09 de 2016. 


 

jueves, 21 de julio de 2016

¡Yo, soy bueno para algo¡

 

Mi madre dice siempre que mi padre es “un bueno para nada” y que yo soy la copia de él. Para mí, mi padre es una persona silenciosa que me quiere y se preocupa por mí, lo que pasa es que no ha tenido suerte con el trabajo, pues dura muy poco tiempo en los trabajos que ocasionalmente consigue; por eso es que aporta muy poco a los gastos de la casa, pero cuando tiene algún trabajito, él trae toda la quincena para la casa. Mi madre es una batalladora buscándose el dinero para la comida, el arriendo y los gastos en mis cuadernos, las onces y los uniformes.

 

Soy un niño que pasé los primeros cuatro años en guarderías, no tengo hermanitos, y cuando no estoy en el colegio, estoy solo en la pieza donde vivimos. Veo a mis padres en las mañanas y en las noches, y en los dos momentos, mi madre que lo hace todo por mí, no encuentra nada bueno en mí.

 

Que no hago bien los oficios encomendados, que no doblo perfectamente la ropa, que lo que preparo para comer no me queda rico, que no hago bien las tareas y que voy al colegio a pasear y a jugar con los compinches.

 

En el colegio mi profesora Esmeralda Naranjo me reprende en el salón porque no llevo la tarea completa o porque no la hice y delante de los otros niños me dice que soy un bruto porque no aprendo y un bobo porque no se explicarle las razones por las cuales no hice la tarea o quedó incompleta.

 

 

A mis padres no les pregunto sobre las tareas porque siempre llegan cansados a rebuscar la comida, porque están siempre peleando o porque nunca me preguntan sobre como me ha ido en el colegio; pero cuando recibe mi madre el boletín y ve los logros no alcanzados entra en furia y me pellizca desde que sale del colegio hasta el Transmilenio, y ya en él, mientras mantiene una sonrisa ante los demás, sigue pellizcándome a ver si aprendo a las malas. Yo, no me quejo porque si lo hago el pellizco se arrecia, y ya en la pieza, me suelta mientras prepara algún alimento y luego de consumirlo me agarra a correazos hasta dejarme sin gritos por el dolor, pero si tengo la suerte que mi padre ya este en la habitación, la tanda de manos mi madre es menor y se duplica con la de mi padre que grita pegándome pero lo hace con menos fuerza para que no me duela, y yo disimulo gritando mas duro para calmar a mi mamá.

 

A mi profesora Esmeralda Naranjo no le pregunto porque me regaña, no le cuento nada porque no tiene tiempo para escuchar a los niños pues somos 35 en el aula y de varios grados. Lo que ella no sabe es que poco entiendo sus clases, que le tengo miedo y que no le pregunto porque me dice como mi madre; “soy un bueno para nada”. Ella no se da cuenta que mis compañeros mas altos que yo me llaman burro y me pegan con frecuencia una hoja de cuaderno con ese nombre a la espalda, sin que yo me de cuenta, pues quien lo hace primero me abraza en señal de aprecio.

 

En el recreo en algún corredor del colegio donde intento estar tranquilo, algunos compañeros se acercan y me desafían a pelear si no les entrego las onces que con tanto esfuerzo mi madre compra y me empaca en una bolsa y esconde en el bolso. Otros en el baño, algunas veces me empujan o no me dejan entrar al inodoro, así este para orinarme, lo que efectivamente una mañana sucedió y la burla fue mayor, tanto en los patios como en el salón.

 

 

Yo tengo 14  años pero parezco como de sexto bachillerato porque mi padre es alto de estatura. Un día cuando salíamos del colegio un alumno de grado superior me saludó muy atento y me dijo que quería ser mi amigo para darme fuerzas y animarme, ese día me acompañó hasta el Transmilenio. Los siguientes días me buscaba en los corredores y me acompañaba algunos momentos en el recreo.

 

Un lunes llegué muy triste al colegio porque mi padre esa semana no tenia trabajo y mi madre entraba en cólera por la situación. Ese día mi amigo del grado noveno escuchó mis tristezas y me anunció que me tenía el remedio para todo. Me regaló una pasta que luego de tomarla me haría olvidar de los reproches de mis padres de los gritos de mi profesora Esmeralda Naranjo y de las carencias de comida en la pieza. La pasta me hizo sentir tranquilo, relajado, fuerte y valiente pero me dio sueño en el salón y la profesora Naranjo me despertó de un grito. El amigo de noveno grado me regaló las primeras cinco pastas, pero después me tocó comprárselas robando  plata a mi mamá.

 

Pero el efecto de las pastas duraba muy pocas horas y mis problemas en la casa y en la escuela no tenían solución. Estaba acorralado por mis compañeros de aula que me llamaban burro y por los gritos de mi profesora Esmeralda Naranjo que me comparaba con los demás y me tildaba que no aprendía nada, de los problemas de mi padre que no conseguía trabajo y de las rabias de mi madre que batallaba todos los días para conseguir el sustento diario y yo no le correspondía con las notas.

 

Mi profesora Esperanza Naranjo en clase de ética nos leyó una parábola y la lectura dejaba la enseñanza que todo problema traía una solución. Eso lo aprendí clarito. En casa yo era el problema. En el aula, yo era el problema, en los recreos yo era el problema. Entonces busqué el camino mas corto para acabar con el problema. Hurté por ultima vez la cuchilla de afeitar de mi padre y la escondí entre las hojas del cuaderno de ética, y en el recreo luego de comerme las onces, entré a un baño y como si fuera un hilo corté el flujo de mi existencia demostrando que si soy bueno para algo.

 

 

La Margarita, junio 8 de 2016.

NAURO WALDO TORRES Q.

 

 

 

sábado, 16 de julio de 2016

Romelia y la casa de lata



Nació con los afectos de una madre piadosa, hija de un padre ocasional que trabajaba como frenero en el tren de oriente y que una vez informado de su responsabilidad pidió traslado al tren de la costa.

Piedad fue una mujer trabajadora que se ganó el sustento trabajando como ayudante de cocina en los restaurantes que en ese entonces hubo en la estación del tren con nombre providencial, Providencia. Al quedar embarazada le mantuvieron los trabajos mas le quitaron la posada. Ella debía aprender que quien se hecha obligaciones debe cargarlas por si misma, pero los hombres casados de las casas que se fueron construyendo en la década del cuarenta alrededor de la estación del tren organizaron un convite y con latas de hierro dejadas como chatarra por la misma red ferroviaria, le construyeron una mediagua.

Piedad empezó a criar a su hija que le bautizaron como Romelia en la casa de lata que tenía una cocina grande y una pieza como único dormitorio.   A la cocina le agregaron una mesa con un par de bancas de madera que armaron con viejas  traviesas de eucaliptos ya usadas para sostener y nivelar los rieles por los que se desplazaban los trenes que se movían como  un cien patas entre montañas y planadas, laderas y valles de los departamentos del interior del país. Frente a la puerta armada con otra lata y armellas de alambre calibre 12  estaba la fogonera de forma rectangular formada por un par de pedazos de riel y  fragmentos de cuatro hojas de muelle de uno de los vagones reparado en el Ocaso, lugar cundinamarqués donde restablecían  la pesada estructura de locomotoras y vagones.
 
Sobre las hojas de muelle siempre había una vieja olla tiznada numero 30 con yuca, arracacha, bore y papa cocinada que se mantenía calientita con las brasas de viejos palos de arrayán o astillas de traviesas que mantenían sus brasas encendidas bajo cenizas blancas como la nieve. Sobre la fogonera y en el mismo sentido había un alambre de hierro dulce que se engrosaba con los años por el hollín y la grasa de los pedazos de carne que siempre estaban colgadas oreándose al humo.

La casa de lata fue ganando visitantes, los empleados del tren era clientela fija, igual los turistas que fueron conociendo lo que se preparaba en la casa de lata, también los finqueros que, además de piquetear encontraban como bebida, chicha de maíz con pata, chicha de zanahoria o chontaduro, además de guarapo con dos grado diferentes de alcohol, y para los menores, un guarrús que era un guarapo dulce con arroz.

Con los años, a Piedad la empezaron a llamar “mana pía” apelativo con el cual llegó al cementerio de Puente Nacional pocos años después que el tren no regresó y se disminuyeron los ingresos para sobrevivir y pasar la vejez.


Romelia, la hija de Piedad, desde muy niña debió trabajar en alguna finca ganadera apartando los terneros y haciendo mandados. Ya volantona aparecieron los tributos de una alta mujer blanca con ojos pardos y cabello castaño que atraía a jóvenes, a  solteros, a patrones y enamorados viajeros.


A Romelia la desarrollaron contra su voluntad los primogénitos de las familias donde trabajó y algún que otro frenero que visitaba con frecuencia la “chichería de “mana pía”  a cambio de algún dinero para comprar ropa y zapatos panam.

Cuando tenía 15 años Romelia sufrió una enfermedad rara en la región. Su cuerpo cogió un  hollín del color del alambre en el que Mana pía colgaba la carne a orear al humo y la fiebre la asistía con preocupación, trabajaba en ese entonces con la señora de la tienda la Esperanza que existía a la vera del camino. Los mayores diagnosticaron peste negra, los dueños de la casa, para evitar contagio, la acomodaron debajo del un piso elevado  de tabla, lugar donde se escondían enterradas las armas usadas para la defensa en la época de violencia partidista y las ollas del guarapo para destilar el aguardiente. Allí la trataron con hiervas y le daban de beber orines del primogénito que tendría unos cinco años y otros bebedizos cuyo tratamiento restableció, con los días, el color de la piel y la temperatura normal del atractivo cuerpo de la joven Romelia.

Romelia, como toda mujer soltera en el campo y sin respaldo varonil, trabajaba a la vez, ordeñando en varias fincas y cocinando para peonadas en cosechas de café. Romelia quedó embarazada, sin que se supiese quien fue el padre del muchachito al que le pusieron el moquete del “diablo” dizque por ser hijo del pecado.

Al quedar embarazada y ya no existir el tren, Romelia no se fue a vivir a la casa de lata de “mana pía”. Se llevó las mismas latas y levantó una casa con los mismos espacios de la guarapería unos trecientos metros adelante del tanque del agua en el que las locomotoras bebían el agua para convertirla en vapor a la vera del ferrocarril y frente al ordeñadero del finquero Teodolindo Velandia.

“El diablo” tendría unos cinco años y Romelia lo mandó a la escuela para que no le pasara igual que a la madre y la abuela. Un viernes, al medio día, el hijito no encontró en casa a Romelia, tampoco le dejó almuerzo en la ollita de siempre sobre la fogonera. El chino regó entre los vecinos la noticia y enteró al inspector de policía de la desaparición de la madre. Hubo convites por potreros y cañadas, quebradas y montes por dos meses consecutivos sin encontrar rastros de la desaparecida. Al niño le ofrecían comida y dormida a donde llegara en  la estación del tren.


Tres años después un par de obreros que cambiaban un acerca de púas e intentaban cortar un tubo de cobre por el cual llegaba el agua al tanque para uso en las locomotoras que tiraban los vagones, ya de carga o pasajeros, escarbando encontraron unos restos humanos a unos cincuenta metros al lado derecho  del frente de lo fue la casa de Romelia.
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Las autoridades establecieron que los restos óseos pertenecían a una mujer pero nunca precisaron si correspondían a la estructura ósea de Romelia, pues ella no sacó la cédula. El asesino no fue identificado nunca, pero treinta años después un joven enamorado secreto que tuvo Romelia, confesó borracho que él había matado a Romelia por asuntos de propiedad amorosa. La confesión la hizo a una vieja octogenaria que murió seis meses después llevándose el secreto del borracho  a la tumba y como los borrachos hablan tanto y no recuerdan que contaron, la muerte de Romelia no ha tenido victimario castigado y al igual que las latas de su casa que las consumió el oxido y a los rieles del ferrocarril que desaparecieron con la complacencia de las autoridades municipales, los que la conocieron ya la olvidaron y así como las nuevas generaciones no conocieron el tren ni los rieles por donde trepaba o bajaba, esa mujer esbelta y de ojos pardos que tuvo que trabajar desde niña la escondieron en el olvido todos los habitantes de la región y quienes disfrutaron de su pasión, llevan flores imaginarias a la tumba inexistente, mientras quien la deseo con la muerte la llora en sus borracheras justificando sus lagrimas con asuntos del guarapo o la pola. Y el diablo construyó su casa en tierras del Estado a 50 metros del paso que fue del tren y dando crédito al adagio de palo que nace torcido no se endereza, todo lo que en la región se pierde, sindican al infeliz y como ya tiene varios calendarios encima, señalan a su descendencia, pero una cosa dice la gente y otra es la verdad, pues mientras no se demuestre lo contrario persiste el derecho de ser inocente. 


Puente Nacional, finca La Margarita, junio 21 de 2016.
NAURO TORRES Q. 

Gilberto Elías Becerra Reyes nació, vivió y murió pensando en los otros.

      ¡ Buenas noches paisano¡ ¿Dónde se topa? “ En el primer puente de noviembre estaremos con Paul en Providencia. Iré a celebrar la...