San Gil, octubre 18 de 2015
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jueves, 3 de noviembre de 2016
Homenaje a la madre muerta
San Gil, octubre 18 de 2015
lunes, 24 de octubre de 2016
Una custodia en el camino
miércoles, 5 de octubre de 2016
Ramón Forero Fajardo, el de la eterna sonrisa
En esta fotografía para el recuerdo, aparece don Ramón Forero Fajardo en medio de sus hermanas: Elisa de Reyes con sus hijos, y al lado derecho, Trinidad de Cortes.
El tostado labio superior se le observaba encogido al lado derecho del rostro haciendo armónico gesto con el cachete del mismo lado mostrando siempre una sonrisa eterna iluminada con una chispa de oro que, como un diminuto sol, fue puesto en el canino derecho superior como signo de abolengo y merecido respeto de quien recibiese oportuno saludo de Ramón Forero Fajardo, uno de los penúltimos nonagenarios campechanos que aún florecen en los ejidos que integran las veredas Peñitas y Jarantivá de Puente Real de Veléz, Santander.
En septiembre de 2015, en el cementerio de Puente Nacional, con motivo del funeral de otro jecho de la vereda, el señor Lorenzo Rosso, se produjo este ultimo encuentro entre el padrino, Ramón Forero Fajardo y el ahijado, Nauro Torres.
Ramón Forero Fajardo murió como los viejos arrayanes que abundan en estos coloridos paisajes perfumados por pomarrosas, moros, champos, guayabos, guamos y payos. Murió de pie y sin perder esa sonrisa eterna que lo identificó por noventa bien vividos años, este pasado 6 de septiembre de 2016.
Con él se fue un ejemplo de sanas costumbres propias de una familia digna y recta en la palabra, en el obrar y en el hacer. Para Ramón Forero Fajardo y quienes le antecedieron en su eterno viaje, como los arrayanes: Zaens, Becerras, Torres, González, Parras, Pardos, Gómez, Ovalle, Contreras, Malagón, Lancheros, y otros reconocidos apellidos que olvido por mi ausencia no deseada de esta encantada tierra de la guabina y el tiple; para ellos, la palabra era una escritura. La fe en Dios y la Virgen, su escudo. El amor a la tierra, su sentimiento. La admiración por la mujer la expresaban inclinando el rostro junto con la quitada del sombrero en señal de lisonja y respeto. Para ellos, el ser adulto y mayor era sello de ejemplo y responsabilidad, era marca de honestidad y rectitud en los negocios.
Ellos, los arrayanes citados, enseñaban con el ejemplo que, un buen negocio, es aquella transacción en la que las dos partes juegan al gana-gana, hoy convertido en el tumbe-pierde, o en el vivo vive del bobo, adagio que ha venido arraigándose en el país por el afán de amasar capital a costa de cualquier cosa, menos del trabajo honesto con la disculpa veleña que tenemos herencia de gitanos.
En navidad, en San Pedro, en año nuevo, la casa de los Forero Fajardo acogía a la familia y amigos a departir alrededor de un piquete, unas amargas, y desde luego, una parranda veleña.
Con la partida de Ramón Forero Fajardo, formaran parte del olvido, las fiestas familiares con ocasión de San Pedro y San Pablo, de la navidad y el año nuevo. Fiestas que, además de francahela y comilona, se departía sanamente alrededor de la chicha y unas amargas, por varios días con sus noches, animadas con tiple y bandola, con tocadiscos o victrola, pero siempre con canastadas de gallina, carne asada, yuca y ají al gusto y en abundancia para propios, familiares, vecinos, amigos, compadres y ahijados que acudían a la finca Las delicias en el recodo de las quebradas Jarantivá y el Toro en el límite entre las veredas Peñitas y Jarantivá.
La carne asada, la yuca blanca, el bore y la arracacha con abundante ají servidos sobre hojas de plátano, inicialmente en canastos, luego en bandejas, era el deleite en cada reunión familiar, cuando eran menos de 20 personas en la casa, pero si el numero de visitantes era mayor, una ternera asada en chuzos de madera se ofrecía en el potrero que enmarcaba la casa de Ramón Forero Fajardo.
El juego de los mararayes, ya jugando al “por cuantas”, a la “casita”, o la “copa” que en cada San Pedro y San Pablo, junto con el juego del garbinche, unía a las familias y vecinos, terminará de borrarse de la memoria de los habitantes de la comarca cuando ya no haya jechos que cuenten a sus nietos las formas de divertirse sanamente cuando fueron niños, jóvenes, incluso adultos. El juego del tejo como de toruro o el tute ya no se apostaran, solo por compartir y pasar un rato, pues quienes lo jugaban, ya sus espíritus anidaran en los robledales y pinares que protegieron o sembraron con empeño en su existencia. Con ellos también desaparecerán los convites comunales y el empeño por construir obras mancomunadas al servicio de la región.
La imagen muestra las ruinas que quedan de lo que fue una hermosa construcción republicana de la estación de Providencia en Puente Nacional. Desde 2012 hay en una de sus esquinas un aviso oficial que anuncia que será reconstruida.
También serán parte del olvido las vísperas del 7 de diciembre para celebrar la fiesta del Inmaculada Concepción con candeladas, y al rededor de ellas, la familia y los compadres con los críos divirtiéndose con la vaca loca. También serán recuerdo las calles, las rayuelas y los quines que, tanto niños, jóvenes como adultos, jugaban con los trompos; igual sucederá con la competencia con la coca y la vara de premio y la competencia acaballo para degollar el gallo.
Como los tres mosqueteros, los hermanos Forero se mantuvieron unidos en las alegrías y en las tristezas.
Con la muerte de estos arrayanes desparecieron “los pago de oleo”, “la pedida de mano”, las serenatas para conquistar una flor, el matrimonio como fiesta social para toda la vereda, los rosarios de mayo para recaudar dinero para el templo, los san isidros generosos, los diezmos obligatorios, los presentes al visitar a un amigo, el buen guarapo y la espumosa chicha, el piquete mañanero, el plátano asado y la yuca sata asada entre el rescoldo. Y, hoy somos testigos de la extinción de los velorios, de los novenarios implorando piedad y protección a las benditas almas, incluso de la visita al cementerio y a las tumbas, pues como de barro somos en cenizas quedamos escondidos en cenizarios construidos como palomares por aquello del espacio, el lucro y el medio ambiente.
Quienes le conocieron ya no tendrán el placer de ver a un viejo que nunca faltó a un velorio ni a un entierro del compadre, del amigo, del conocido. Solo recordaran a ese buen hombre por el buen gusto para vestir, ya de paño, ya de paisano con su perrero viéndosele sentado en una mesa de tienda conocida fresquiandose con aguardiente ante la carencia de un buen wiski, bebidas que prefirió desde joven hasta que el atardecer existencial lo condujo al eterno ocaso al que llegaremos todos en este camino, tortuoso unas veces, y otras, parrandero.
En esta hermosas casa de campo en la vereda El Páramo que se casó con el olvido, nació la madre de los hermanos Forero Fajardo.
Quienes éramos cachifos, cuando él estaba en plena juventud, lo tenemos en la pizarra del recuerdo por sus gestiones como presidente de la Acción comunal de Providencia. Con otros patricios gestionó la construcción de la carretera que conectó la región con lo urbano. Gestionó la construcción de las aulas escolares de la estación de Providencia, el mantenimiento de las vías veredales y la construcción de puentes; también le recordaremos por los buenos oficios entre credos y tendencias políticas.
El alcohol es dañino para la salud, pero quienes conocieron a Ramón Forero Fajardo, guardaran la imagen de un campesino que desde joven hasta los 90 años se deleitaba y departía con los amigos con copas de Wiski, ya en la casa, ya en el pueblo.
Ramón Forero Fajardo fue hijo de Eliseo Forero, natural de la vereda Peñitas y María del Carmen Fajardo nacida en la vereda El Páramo del mismo municipio, Puente Nacional. Creció en la finca Las Delicias de los abuelos junto con sus hermanos: Angelita, Elisa, Trinidad y Abdón. La violencia del 48 fue la causa para abandonar el campo e irse a la cabecera municipal, y luego, a la capital del país, regresando en la década del setenta a las Delicias con la muerte del padre y asumiendo la administración hasta el final de sus días. En Bogotá, Abdón se vinculó a los ferrocarriles nacionales como frenero, muriendo en el oficio al ser golpeado por una piedra cuando revisaba, en movimiento, el ruido que causaba los muelles de uno de los vagones del largo tren para la carga. Y Trinidad, la hermana menor se convirtió en tendera en la convulsionada Bogotá de la década del sesenta del siglo XX.
La madre de Ramón Forero Fajardo murió en el bisiesto año de 1968 declarado como el año internacional de los derechos humanos, en el mes que el papa Paulo VI visitó Colombia y los obispos de América latina se reunieron en Medellín y produjeron el documento: “La iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”. Fue agosto el mes que la ultima locomotora inglesa dejó de usar el vapor como energía. Ramón Forero Fajardo se enferma el 13 de agosto, es trasladado de urgencias a una Clínica de la capital de país, y muere el seis de septiembre de 2016 sobre las seis de la tarde. Sus cenizas serán empotradas en la finca donde nació, creció y se envejeció este 8 de octubre a las doce del día, luego de una celebración eucarística a las once de la mañana en el templo parroquial. Los deudos, luego de dejar las cenizas en el espacio preferido del difunto, lo recordarán con una parranda como fue su costumbre y la de sus padres.
Puente Nacional, finca La Margarita, septiembre 12 de 2016.
domingo, 25 de septiembre de 2016
Saulo el ermitaño
Las guabinas y libélulas, fueron sus mascotas; la piedra de moler el maíz, su primera herramienta de trabajo; los pedazos de madera, sus carritos; los árboles, sus parques de diversión; las cuevas en las márgenes de las quebradas, sus carpas para acampar; un toche y un corruco su compañía; su Mp3, las manadas de síllaros y torcazas; sus cobijas las hojas de plátano y la hojarasca; su estufa, tres piedras; su ducha, los chorros de las quebradas Jarantivá, el Toro, la Negra y Agua Blanca; su techo, el cielo azul; su energía eléctrica, el sol y las brasas de arrayán. Su comida, lo que encontrara en las huertas escondidas en los matorrales. Sus anhelos, vivir en libertad sin atajos y condicionamientos. Sus harapos, su piel; su jabón, la misma tierra; sus enseres, una vieja olla de barro y una olleta de aluminio de un litro de capacidad; sus armas un machete y una resortera de caucho. Su maleta, un mochila de fique; su escondite, cuando le pegaban ya los padres o los hermanos mayores, el cementerio de los contagiosos, cercano a la vivienda paterna. El campo santo florecía entre piedras en el bosque de arrayanes del potrero que separaba su hogar del camino real que unía las veredas productoras de tubérculos y legumbres con Puente Nacional.
Saulo encontró mas placer contemplando el paso y el cruce de los trenes que detallaba cuando paraban en la estación de Providencia. Se hizo amigo de las locomotoras que identificaba con el numero y el nombre con que las fue bautizando. Sabía de ellas cuántos vagones arrastraban; cuánto tiempo bebían agua; a qué horas serpenteaban por los Andes y el Guayabo; cómo se llamaba el maquinista y qué mercancía transportaban la sarta de vagones, unos verdes, otros terracota, otros blancos con azul, y otros, con ajado color.
A Saulo lo toparon frente a la casa de lata de “mana pía” debajo del tanque de agua que apagaba el sudor de las locomotoras cuando trepaban cuesta arriba con su mercancía para la capital del país.
Estaba jugando y hablando con las ranas y las ratas que abundaban en la humedad que producía el sobrante de agua del tanque de agua puesto sobre un trípode de rieles para darle caída al agua que se precipitaba por una manguera de cuero curtido de vaca que servía de pitillo a las locomotoras para hidratarse y retomar fuerzas con la combustión del carbón mineral, que con garlanchas, el ayudante del maquinista iba introduciendo en la caldera de la mole de hierro con patas redondas que se desplazaban sobre dos rieles con el impulso que daban los brazos que las unían por el ombligo para ser separadas solamente por las manos del animal mas depredador que ha tenido el planeta tierra, el hombre.
Una vez terminó el juego de pelota de los niños, Saulo tenia las manos arriba. La profe, en cada una de ellas, dejó caer un ladrillo. Cada ladrillo estuvo por una hora en manos del niño desobediente para que aprendiera a acudir al salón de clase y no quedarse bruto como algunos niños que no los enviaban a la escuela por estar trabajando en las labranzas con los padres.
Esa tarde, regresó a la casa de sus padres, quienes, por algún niño vecino, se enteraron de lo ocurrido en la escuela y le recriminaron con fuete por la cola y la espalda por estar perdiendo el tiempo en la estación del tren.
Con los días, los hermanos lo ubicaron en una cueva de la quebrada el Toro y lo retornaron a casa; pero el niño se volvió a ir un lunes que lo dejaron solo. Esta vez, se fue a acampar en las riveras de la quebrada que dio origen al nombre de la vereda.
El el bosque de ojo de agua de la Jarantivá, acampó varias semanas hasta que fue pillado por un grupo de policías liderados por el inspector de Providencia. Apresado, lo llevaron a Bucaramanga a un centro de rehabilitación para locos.
Los habitantes de la vereda el Urumal lo empezaron a llamar “el ermitaño”. Acampaba en las cañadas de la quebrada la Negra pero se bañaba en aguas de la Agua Blanca.
Esa tercera semana del mes llovió día y noche. Las quebradas se hincharon, pero las aguas de la Negra eran mas negras que las mismas noches lluviosas. Cayó granizo y llovió ocho horas seguidas.
Los habitantes escucharon rugir las quebradas; pero además, la Negra se desbordó formando en las paredes de su lecho, derrumbes que arrastró junto con vacas y caballos. Las familias que vivían en la rivera contaron que fue una avalancha que arrasó todo a su paso.
Igual suerte le ocurrió a la carpa de hojarasca de Saulo que regresó a su primigenio estado con sus guabinas, sus libélulas, sus ranas; pues el curruco y el toche se habían guarecido en un frondoso payo. De los restos de Saulo, nunca los encontraron. Se fundieron en el lecho profundo de la quebrada. Su olor, se percibe aún en el lodo que abunda en la Negra, cada vez que se hinche de agua que se desliza laderas abajo como si fuese un jabón fabricado por las manos dañinas de los hombres que talan sin misericordia los montes y montañas.
lunes, 19 de septiembre de 2016
LA LORITA PARLANCHINA DE DOÑA CUSTODIA
La historia
me la contó un amigo
que cuando era niño
sacaba dulces, a escondidas, de la tienda
de doña Custodia,
para repartir a sus amigos.
Del Valle de Tenza vino ella,
doña Custodia Quintero de Torres,
cuando un viento fuerte
la sacó de raíz, como una cebolla tierna,
y la dejó en las manos
de un policía que regresaba del cuartel.
A Jarantivá, vino a dar,
arriba de Puente Nacional, el comunero,
de donde era oriundo
el referido uniformado, que de civil
y ya sin fusil y sin revólver, la convirtió
en su esposa.
Y le hizo una casita en adobe y teja de barro
a la orilla de un camino real.
Tendría como compañía,
además del patrón, el perro y la vaca ya parida
detrás de la cerca de piedra,
una lorita parlanchina que a todo pulmón
menudeaba improperios
a todo el que transitaba por el dichoso
camino real.
Tendría, también, doña Custodia,
una tienda donde vendería pan y cachivaches,
y dulces para los niños.
Allí sentaría reales, doña Custodia Quintero
de Torres, por el resto de sus días,
atendiendo a don Agustín,
el policía de civil que ahora era su marido,
criando con amor la prole,
cuidando de su vaca, dando de comer al perro,
vendiendo dulces, pan y cachivaches,
y gozando, claro está,
de los alegatos de su lorita parlanchina.
Por su parte don Agustín,
tendría que viajar cada semana a Bogotá,
de ida y vuelta en ese tren
que bajaba por Chiquinquirá y Garavito
a la estación de La Capilla, con tremenda
chimenea de humo negro a la espalda,
resoplando vapor como una olla de agua hirviendo,
y berreando como un ternero arisco
al que recién le ponen el lazo.
En modesto vagón de tercera clase, viajaría siempre,
don Agustín, meditabundo y solitario,
cargado de panes, dulces y cachivaches
para surtir la tienda de doña Custodia en Jarantivá.
Entonces los tiempos eran otros, en todas partes,
y la vida distinta, aquí y allá.
Llegó de sopetón la época
en que el viejo tren dejó de bajar de Bogotá,
a la estación de La Capilla
que no tardó en cubrirse de rastrojo, y los rieles
de la carrilera, de perderse
bajo la alfombra verde del tenaz kikuyo.
También los hijos tomaron su camino,
y don Agustín se fue un día,
sin morral y a pie descalzo, al más allá.
El perro entristecido se perdió de la casa,
hubo que vender la vaca y su ternero,
y un mal vecino se llevó la lorita parlanchina.
En la pequeña estancia
solo queda hoy, doña Custodia Quintero de Torres,
como un recuerdo que no se olvida,
cuidando su casita de adobe y teja de barro,
detrás del mostrador
de su pequeña tienda, que mira día y noche
al camino real
por donde suben y bajan los viajeros silenciosos;
añorando a don Agustín
que ya se fue para nuca más volver;
al viejo tren que dejó de oírse llegando a La Capilla,
al perro que ya no ladra en la entrada,
a la vaca y su ternero
que fueron a dar a la feria del lunes en el Puente,
a los hijos que ahora son ajenos,
y a su lorita parlanchina,
que quizá no haya dejado de insultar a los marchantes
bajo el alero del vecino.
Este cuadro, tejido a mano por la señora María Susana Marín que, luego de leer la historia, elaboró con afecto para la señora Custodia de Torres, sin conocerle. La artista del hilo, es la esposa del autor der este poema.
Solita,
en cuerpo y alma, con Dios y todos los santos,
allí está doña Custodia Quintero de Torres,
en su casita de Jarantivá,
tan bella como cuando era joven,
esperando que algún día, lejano ha de estar,
Dios la llame a gozar de su gloria eterna.
Por el escritor colombiano, Pedro Antonio Mateus Marín.
Bucaramanga, Porto fino, mayo 6 de 2016
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