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viernes, 10 de febrero de 2017
Marco Aurelio , el persistente
domingo, 29 de enero de 2017
El satánico de sexto d
viernes, 20 de enero de 2017
Elizabeth, la niña mas odiosa del colegio
-Era negro como una sarta de azabaches. Largo y en cascada hasta la cintura. Cuando lo llevaba suelto se veía su cara como el sol al amanecer.
- Y yo, cuando la contemplaba, deseaba esconderme entre su cabello, tal vez, para oler su aroma; tal vez, para sentir su piel, o, escuchar el palpitar de su tierno corazón. Pero el l tiempo para contemplar su cabellera, no era mi aliado.
-Era fugaz.
-Ella, no se dio por enterada, nunca.
-Esta en los recuerdos. Esas acuarelas que los viejos pintan cada día desde la madrugada hasta que la noche actúa como un borrador que borra por instantes.
La niña tenía una cara fina y proporcionada, cuyas cejas, labios y pómulos, semejaban armónicamente una pomarrosa madura. La niña, como le decían los padres, fue bautizada con el nombre de una actriz de la época: Elizabeth, y prometía ser tan atractiva como la estrella de cine. Usaba zapatos de material para ir a la escuela. Sombrilla, cuando hacía sol o llovía. Siempre iba con un vestido diferente cada día de la semana.
En la escuela, hasta quinto uno llevaba como onces, tetero en una botella.
–-Bueno, no tanto tetero, bebida con sola leche-. Se llevaba agua untada de leche con miel de caña. Servia para mojar las onces. Hoy los padres les dan plata a los hijos para que compren comida artificial en el colegio.
-Danilo era mi amigo,- al menos eso creí- y me enseñó a usar la cauchera.
-Bueno no tiene porque saberlo. No tenia marca. No se promocionaba en la radio. No se fabricaba en serie, ni se vendía en almacenes. Fue uno de los pocos juguetes que lograban hacer los niños, en ese entonces.
-Desde luego que había padres que podían comprar la resortera a los cacharreros el día de mercado en el toldo- . Costaba en ese entonces, un cuartillo de centavo.
- Era la cuarta parte de un centavo. Y un centavo era la centésima parte de un peso, pero un peso era mucha plata; y, ninguno de los niños lo llevaba por esa razón a la escuela.
Los cuartillos estaban acuñados en bronce, y los centavos en plata. – Claro, en plata. Física plata. incluso se usaban las monedas para fabricar alhajas.
En los toldos que armaban los días de mercado en los cascos urbanos, los cacharreros vendían por varas la banda de caucho, la garra y la liga. La extensión de la banda se medía en varas- una vara era una medida antigua traída por los españoles, y equivalía a 83 centímetros-. Con una vara cortada por mitad, o sin hacerlo, se armaba la cauchera. La banda tenia un ancho de un centímetro. Se convertía en juguete porque al accionarla, se sacaba musculo en los brazos. Al usarla con frecuencia, puntería se lograba; pero con la fuerza muscular y la puntería se convertía en un arma. Con ella, así como se bajaban naranjas, se mataban pájaros, pero también se escalabraba a una persona. Las caucheras, como las pequeñas piedras o las guayabas no entraban al salón de clase. Ellas, las resorteras, cuando se iba a la escuela, se escondían en los matorrales a la vera del camino. Y cuando los chicos regresaban a la casa a almorzar o al terminar la jornada escolar, las caucheras retornaban a las manos de los escuelantes que las usaban en el camino a casa.
–Si, de abajo; Pues nosotros vivíamos hacia arriba de la escuela-. Pero Danilo no me cascó como hacia con otros que intentaban poner en duda su fuerza y puntería.
Hubiese preferido que me hubiera rasgado la nariz como hizo el primo Humberto. Me hizo algo que me dolió mas que un caucherazo con una guayaba. Le contó a Elizabeth que yo estaba enamorada de ella. Y desde entonces, llegaron los tiempos de mi sufrimiento.
–Si, se dedicó a mi, a su manera-. Donde me encontrara, me pellizcaba disimuladamente. Delante de otras niñas, me cascaba en la cabeza o me botaba al barro mi sombrero. En el patio del recreo, me empujaba excusándose que había sido sin culpa. Cuando podía, me quitaba la botella con el tetero, la vaciaba y la botaba en el pastal. Cuando se encontraba con uno de mis padres, daba quejas de mí. Siempre les dijo que yo la pellizcaba, le pegaba en la cabeza, le quitaba la sombrilla para botarla en el desecho.
-Claro, él militar no se lo creyó; pero yo recibí con humildad el sarcasmo de Elizabeth, la niña mas odiosa del colegio.
Desde entonces ese recuerdo abandonó el baúl y lo dejé a la brisa de la quebrada Agua Blanca, en cuyo lecho se descuelga una hilo de agua que se pierde en el Saravita. Y del amigo Danilo, solo volví a verle en el funeral de mi padre. Es un reconocido pastor en la capital, y a los pastores, les va bien con los rebaños, pero tiene el gesto de llamar ocasionalmente a mi madre, pues los suyos, los perdió siendo muy joven.
NAURO TORRES Q.
viernes, 13 de enero de 2017
Jesús Esteban Cruz, el desplazado seputurero.
Nació en el departamento donde se gestó las FARC. En el departamento colombiano reconocido por la lechona y el tamal. Sus padres, oriundos de Jesús María, Santander, huyeron muy jóvenes de la vereda Cachovenado para esconderse de la violencia entre liberales y conservadores en la inspección de Policía de Planadas en el departamento del Tolima, Colombia.
Juan de la Cruz y Rosalbina, caminaron dos días con sus noches desde el cucurucho donde nacieron hasta la estación del tren conocida como Garavito que estaba en la boca de la montaña para tomar las tierras planas y fértiles del departamento de Boyacá. El poblado, compuesto por casas construidas en madera, unas, y otras tantas en adobe, fue en épocas pretéritas, punta de montaña, a la que llegaban colonos con recuas de mulas cargadas con maderas finas que intercambiaban por sal, carne, arroz, pastas, arveja, maíz blandito, papa pastusa y criolla, habas, nabos e ibias; mercaban aperos, ropa, petróleo, velas, cebo y manteca. Y luego de un día con su descanso nocturno para guarecerse de la brisa del río Saravita y del Páramo de Saboyá, retomaban el camino de regreso a las tierras que fueron dominio de los caciques, Saboyá y Tisquizoque.
Cachovenado esta en las faldas de las planadas boyacenses. Vista desde la vecindad boyacense, se observa abajo, hundido, como si naciese de las entrañas de las peñas, que al contemplarlas desde lejos, se aprecian como dentaduras sin labios en cuyas cavidades se esconden los misterios de las entrañas de la tierra, el resguardo de las comunidades indígenas que las poblaron y los cuerpos de las victimas de los enfrentamientos de los hombres, ya por dominios, por colores, o simplemente por venganzas cocidas en las tiendas y poblados en los que la chicha y el chirrinchi eran las bebidas proferidas por los pobladores.
Juan de la Cruz Velandia y Rosalbina Fajardo, estaban mozos cuando se gustaron saliendo de misa en la parroquia de Jesús María. Y como en la cacería, donde pusieron el ojo, pusieron el tiro, y antes de comerse la presa, hablaron con los taitas que estuvieron de acuerdo. Luego de seis meses de serenatas y atenciones entre las dos familias de los enamorados, se casaron posteriormente como Dios manda y con el gusto de los hombres: con una parranda de tres días con sus oscuranas.
Las diferencias entre los políticos colombianos, que desde entonces han manejado al país como una colonizada hacienda, se esparcieron como plaga agresiva, surgiendo a finales de la década del cuarenta del siglo XX la confrontación entre liberales y conservadores que afectó hasta los tuétanos a las familias campesinas colombianas. La amistad entre los Velandia y los Fajardo se vino a pique. Unos defendían a la familia, la propiedad y la religión, y los otros, la familia, la propiedad y la libertad de pensamiento.
Entre Juan de La Cruz y Rosalbina, esas ideas no calaron. Para ellos primaba el gusto por quererse, por compartir, por sentirse uno del otro, pues ya crecía en el vientre de la mujer, el primogénito.
Huyendo de las diferencias familiares, de las diferencias entre credos, y con las ganas de empezar una nueva vida, empacaron sus pocas pertenencias en costales y en mula arribaron a la estación de Garavito para tomar luego el tren de pasajeros que los dejó en la estación de la Sabana, en Bogotá, y de allí tomaron la flota “ Rápido Tolima” y a Planadas fueron a dar, luego de un día largo de viaje.
Se acomodaron en una pensión un par de noches mientras se enteraron para que lado estaban las puntas en la que iban las familias paisas, huilenses y santandereanas, buscando tierras para descuajar montañas, sembrar maíz, yuca y plátano, para luego, convertir en potreros, y reclamar posteriormente posesión y la correspondiente titulación en esa inspección que en 1966 fue reconocida como municipio.
A la pareja de santandereanos en Planadas, Tolima, le abundaban las aves como los cerdos; igualmente fueron premiados por media docena de hijos, mitad féminas y mitad cachifos. Los demás colonos comentaban de la amabilidad y juicio de los santandereanos, quienes se ganaron la confianza de las familias en la vereda que fueron conformando.
Pero el hado maligno del odio y la envidia que crecen en la ignorancia, patrocinada por quienes ostentan el poder político y económico; en la región tolimense se sintió la persecución estatal, y los campesinos que se atrevieron a defender con fuego sus ideas, se organizaron para huir, y vengarse del Estado que los acorraló por tierra y por aire. Otros huyeron selva adentro cruzando el páramo para empezar de nuevo en tierras planas del llano o en el pie de monte, y muy pocos, terminaron en la capital del país.
Juan de la Cruz y Rosalbina, decidieron quedarse; pues ya habían huido de Santander. Pero una oscura noche, los perros no cesaron de latir. Los viejos, recordaron lo vivido por sus padres en tierras del cacique Tisquizoque, y, se imaginaron lo peor. Decidieron, entonces los dos, huir a la madrugada con los hijos que esa noche estaban en el rancho. Pero al amanecer, fueron despiertos por el olor a quemado y el humo que entraba por las rendijas de la puerta y la ventana. Con precaución, Juan de La Cruz, destrancó la ventana y empezó a abrirla lentamente, y con sigilo, observó al exterior. Sus ojos se abrieron mas, su ceño se encogió, su boca quedó muda y su cuerpo empezó a temblar. Rosalbina, sorprendida y asustada igual, quiso verificar con sus propios ojos para identificar lo que había enmudecido a Juan de la Cruz. Ella intentó gritar, quiso despertar a sus tres hijas y al varón que dormían en el cuarto de al lado. Pero, prefirió quedarse en estado similar al del esposo, tratando de pensar qué hacer.
Fuera del rancho ardía la ramada donde estaban los aperos de las bestias, la troja del maíz, el molino de piedra. Los perros latían huyendo, y las gallinas huían volando del gallinero. Rosalbina alcanzó a observar unos enmascarados que regaban petróleo frente a la ventana, e imaginó lo que estaban haciendo los aparecidos. Sin cruzar muchas palabras con Juan de la Cruz, despertaron a los hijos, e intentaron salir por la única puerta del rancho, sin lograrlo. La puerta había sido sujetada con alambre en la armella que ellos mismos habían colocado para asegurar sus pertenencias cuando se iban todos a misa los domingos.
Del rancho de los Velandia quedaron las columnas y la viga central que fueron consumidas lentamente por el fuego. Los cuerpos de los integrantes de la familia que descansaban esa noche, los encontraron calcinados los siete junto a la puerta de tabla de cedro que ya estaba convertida en cenizas.
Esa semana en el pueblo, las campanas del templo no dejaron de tañir. Hubo varios entierros colectivos. Fueron varias las familias que esa noche perdieron sus vidas bajo las llamas asesinas de la noche encendidas por quienes intentaban apagar las llamas del descontento campesino. Por ser los muertos campesinos colonos, y por ocurrir las masacres monte adentro, los hechos no fueron noticia en los diarios de la capital.
Los patrocinadores de los facinerosos lograron su cometido: un nutrido grupo de colonos huyó de Planadas. Unos monte adentro, otros regresaron a sus lugares de origen, y otros regresaron a la capital, y de ahí, tomaron la Flota macarena y a la zona del mismo nombre, fueron a dar.
Juan Esteban y su hermano Serafín, hijos de Juan de la Cruz y Rosalbina, se salvaron de morir calcinados porque esa noche estaban durmiendo en una ranchería monte adentro en la estaban tumbando monte para un colono que los había contratado por semanas. Juan Esteban tenia, en ese entonces, 18 años. Y su hermano, Serafín, empezaba los dieciséis. Escondiendo la rabia entre el dolor, y agradeciendo a los vecinos de la vereda la colecta, estuvieron en el funeral familiar de los Velandia Fajardo. Y sin regresar a la finca que habían hecho junto con sus padres y hermanas, huyeron en la madrugada en el primer bus que iba para la capital del Tolima, y de allí, terminaron en Bogotá, para embarcarse luego a la punta de lo trocha en la sierra de la Macarena, en el Meta.
En la región de la Macarena los hermanos Velandia Fajardo se ganaban honestamente el pan diario, trabajando en el campo. Y como sus padres, avanzaron montaña, la tumbaron y convirtieron en cementera, y posteriormente, en potreros.
Juan Esteban Velandia antes de cumplir los cuarenta años hizo su finca y vivía con su familia, de los cultivos de pan coger y de la leche que producían algunas vacas sanmartineras. Pero en el 2003, Luego de iniciar el gobierno de la “seguridad democrática”, una noche le robaron las vacas con sus crías, y en el establo, encontró un panfleto con un mensaje escrito con lapicero de tinta negra sobre una hoja de cuaderno rayado: “ Tiene 48 horas para abandonar la región. Usted es colaborador de la guerrilla”.
Se acordó de lo que vivieron sus abuelos en Santander. Revivió lo que vivieron sus padres en el Tolima. Tuvo mas claros los motivos por los cuales huyeron, jóvenes sus padres, de la tierra de Efraín González, y, murieron calcinados en una vereda de Planadas, Tolima. Y sin pensarlo dos veces, huyó con su familia al casco urbano de la Macarena que ya era cabecera municipal.
Puso en conocimiento de lo ocurrido al alcalde, quien prometió ayudarle con algún trabajo. Fue contratado a destajo para limpiar a machete el cementerio. Estando en la limpieza, la misma autoridad le solicitó abrir fosas para enterrar unos cristianos sin nombre. Y desde ese día no dejó de abrir fosas y enterrar desconocidos. Y para hacerse merecedor del jornal completo, el alcalde le pidió ayudar al medico legista a tomar datos de cada occiso, a arreglar los cuerpos, a colocarlos en el féretro, abrir la fosa, a enterrar a cada victima que tiraban en el improvisado anfiteatro del cementerio de la Macarena.
Eran tantos los muertos que abandonaban en bolsas negras en el anfiteatro, que el medico legista renunció y abandonó la región. Y desde el 2004 hasta el 2008, Juan Esteban cumplió el oficio de legista y sepulturero encomendado por el acalde que le dio una mano cuando llegó desplazado por segunda vez.
- Cuenta Juan Esteban que los muertos llegaban como arroz al anfiteatro. Los traían los soldados, ya en jeep o en helicópteros. Eran jóvenes menores de 23 años. Sus cuerpos escondían las balas de la legalidad, y llegaban casi siempre, vestidos con uniformes de la la guerrilla.
Juan Esteban debió, a finales del 2008, abandonar la Macarena. Fue señalado por la guerrilla como colaborador del ejercito. Junto con su familia, llegó a una de las invasiones de Villavicencio, y, desde entonces, trabaja como vendedor ambulante, oficio que debió dejar por solicitud de la actual alcaldía de la Macarena. Por exigencia de la Fiscalía General de la Nación, Juan Esteban regresó al cementerio de la Macarena, a explicar cada uno de los registros que hizo de cuerpos enterrados como NN pero que fueron cuidadosamente registrados con señales por el sepulturero, y contribuir de esa manera a identificar a mas de tres mil cuerpos jóvenes que perdieron sus vidas bajo las balas, unas legales, y otras, ilegales, y contribuir a colmar el dolor de familias que desde entonces, buscan a sus seres queridos que fueron reclutados a la fuerza o sacados de la misma manera de sus hogares.
A unos los bautizan con el nombre de cruz. A otros les cargan una cruz. A otros los obligan a poner cruces; y a la mayoría de colombianos de a pie que quisieron convertir los campos en un edén de paz, les pusieron una cruz, la cruz de la violencia hasta por tres generaciones, pero esa misma mayoría de victimas ha expresado su intención de perdonar para que las nuevas generaciones conozcan la violencia leyéndola en los libros, y cesen por siempre los forzados desplazamientos y reclutamientos.
Enero 12 de 2017. Puente Nacional, finca la Margarita.
NAURO TORRES QUINTERO
jueves, 24 de noviembre de 2016
Grimaldo, el camorrista
Con la ayuda del agua, la greda se se dejaba amasar y se compactaba fácilmente. El natural líquido era transportado en chorote por otro niño de un par de años mas. El infante vaciaba el chorote desde la orilla del poso sobre el barro que, luego de una hora de amasado por los cascos de los burros, y en el punto de puño, era sacado y transportado sobre un rejado cuero de forma cuadrada con un par de orificios en un lado de media pulgada de diámetro en permanente coito con otro lazo del mismo cuan que tiraban los arrimadores hasta la media agua con techo de paja, bajo el cual, permanecía trabajando un campesino conocedor del oficio de hacer adobe.
Como el viento y la humedad de la tierra fría, Napoleón formó a sus nueve vástagos, orgullo de su hombría, y cual barro para adobe. Doña Lastenia formó a las tres mujeres, que desde muy niñas, fueron entrenadas en los menesteres de la casa y en los cuidados de los hermanos y sumisión al varón con la responsabilidad adicional de llevar la economía de la casa.
Las tres alcancías, siendo volantonas, se casaron como Dios manda, con mancebos cebolleros del valle de los dinosaurios. Y Grimaldo, el menor de la familia de Napoleón, no sirvió para el servicio militar por medir un metro con cincuenta centímetros de estatura, pero sacó las espuelas de un gallo fino por lo pendenciero, fanfarrón y fullero del padre y los demás hermanos juntos.
Grimaldo no fue soldado, pero sí, andariego en las cosechas de café. Anduvo por el Quindío, Caldas y El Valle. En la década del cuenta, en Pijao y Caicedonia, siendo recolector de café, fue testigo de los abusos de los bandoleros liberales: “sangre negra” y “chispas”, y él, con la misma pasión, en nombre de los conservadores, defendió a los campesinos de ese partido y se convirtió en informante del Ejercito que años después dio de baja a éstos bandoleros tolimenses que alguna ocasión en tiempo y lugar diferente, se enfrentaron a tiros con el conservador santandereano, Efraín González Téllez, alias el “tío”
A los copartidarios ofrecía una bebida de la que estaban tomando, convencido que recibiría otra para estar a mano, y luego de un par de bebidas, desafiaba a quien fuese del otro bando para que atendiese con una bebida a un conservador, y en el evento que el parroquiano no le hiciere caso, el mismo Grimaldo le ofrecía una como si fuese un bocado para un can, y una vez consumida, le tiraba otra por la cara para desafiarlo a demostrar la hombría.
Un sábado en la tarde de 1956 en la casa de la loma del caserío de Providencia levantada en adobe en dos pisos, paredes pintadas de blanco y puertas y ventanas en madera pintadas en verde selva, servía para observar quien llegaba o tomaba el tren, tenía en la pieza de al lado del corredor en tierra, una venta de para expender licor. Habían llegado un par de tipos, uno proveniente de la vereda Montes, y el otro de Peña Blanca y departían sentados en butacas alrededor de una mesa redonda unas cuantas cervezas. La cantina estaba concurrida por otros parroquianos, mozos que jugaban tejo en la cancha improvisada que estaba al lado de la única casa de dos pisos en la aldea.
Alguien que lo llamó por el nombre lo invitó a tomarse una pochola. Él, respondió con cadencia y se dispuso a atravesar el camino hasta el corredor de la casa de la paredes blancas y puestas de madera pintadas con verde selva. Subió las dos escaleras en piedra con parsimonia y con la cara en alto fisgoneando quienes estaban departiendo ese sábado. Saludó con respeto al par de desconocidos que estaban bebiendo, éstos contestaron el saludo invitándolo a sentarse con ellos con una cerveza en la mano. Grimaldo no se hizo del rogar y se dejó caer con imponencia en la butaca que ya le habían dispuesto. Luego de presentarse mutuamente empezaron a departir como si se conociesen años antes.
Tras haber consumido una y media canasta de cerveza los tres intentaron ponerse de acuerdo para pagar la cuenta; pero Grimaldo, no aceptó cancelar la tercera parte de la tomata porque había entrado a ella cuando los otros ya llevaban una docena ingerida.
Intentó sacar el revolver para imponer su decisión; pero Justo, que había llegado un par de semanas atrás de Pijao, fue mas veloz propinándole un tiro con el revolver 38 corto que escondía entre la pretina. El tiro se anidó en el brazo derecho de Grimaldo, quien contempló caer su arma al piso como un garbinche en una mesa. Los otros visitantes, observando lo ocurrido, tomaron sus caballos y treparon caminos a sus veredas dejando a Grimaldo en sus lamentaciones y furia al cuidado del cantinero, quien logró conseguir una gasolina y lo trasladaron al hospital mas cercano donde le entablillaron el brazo derecho por un par de meses, tiempo en el cual, Grimaldo no dejó de tomar y anunciar a los cuatro vientos, su venganza.
NAURO TORRES Q.
viernes, 18 de noviembre de 2016
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