Montando en ella, venía orondo e imponente el torturador
El sacamuelas cualquier mañana del almanaque brístol se desprendía por el camino indígena de la miel, la sal y las ollas que unía a Puente Nacional en Santander con Leiva en Boyacá. Transitaba con su jinete desde los robledales de la estación en honor al árbol del que salían vagones completos con bultos de carbón vegetal hacia la capital de la Republica para las estufas de leña, otrora energía en el hogar.
Su tamaño mular era romo y su color azabache. Sus orejas como las de un burro y sus ojos semejaban las del diablo que nos describía Guillermina la catequista de la parroquia. Brillaba su pelaje con los rayos mañaneros. No rebuznaba, ni relinchaba. Era un hibrido entre el asno y el equino.
Su aparición silenciosa en la curva que se fundía en el patio de la Esperanza, una de las tiendas de la vereda Alto Jarantivá en la que había cancha de tejo y bebidas a granel, era de mal presagio para quienes en ese entonces éramos unos infantes.
Montando en ella, venía orondo e imponente el torturador. Blas era su nombre y Bohórquez su apellido. Con su cuerpo cubría el de la mula, dando la sensación, desde el potrero del frente de la tienda la Esperanza, que cabalgaba igual que nosotros cuando lo hacíamos en nuestros rocinantes de palo.
El torturador tenia cabeza de cubo, y de su cara sobresalía su mentón rectangular que escondía su boca entre delgados labios que solo se movían para balbucear lo necesario.
Cubría su cabeza con sombrero negro de alas cortas de uso común en los finqueros con algún patrimonio para resaltar la diferencia. En señal de su presencia en la casa, inclinaba su sombrero cuando se despedía luego del cumplir la misión en el hogar en el que una semana antes, en el mercado habían pactado su servicio de torturar a los niños.
Como todo buen jinete que arribaba a una vivienda, buscaba el botalón en donde se bajaba para dejar amarrada la mula con ojos de demonio y soltar de la silla de montar, su maletín negro de cuero marca Trianon, iguales a los que cargaban los galenos, en ese entonces, en sus visitas domiciliarias.
En el negro maletín sus herramientas de trabajo. Un par de pinzas de diferente tamaño, un frasco con alcohol, unas toallas color moho y escasos copos de algodón.
Desde el momento que anunciaba su llegada con un “buenos y santos días” la tortura empezaba en mí y en mi hermano. Había llegado el día con sus horas nunca deseadas, y en él, el sacamuelas.
No había forma de escaparnos, nuestros padres ya estaban prevenidos para evitarlo. Mientras nuestra madre preparaba abundante desayuno para el visitante del dolor, nosotros éramos controlados por mi padre, quien conversaba animado con Blas, el sacamuelas, sobre los asuntos políticos y sus diferencias entre conservadores y liberales.
Entre charla y charla se disponía el taburete, la basecilla, el agua en un pote, mientras el jinete de la mula se engullía en un abrir y cerrar de ojos el abundante desayuno, deseado por nosotros en algún día de nuestra existencia.
Nunca anhelé esos momentos previos a la tortura. Mi cuerpo sudaba como si estuviera atizando el fogón con el almuerzo para los cosecheros de café. Mis piernas temblaban igual a cuando camino arriba con la recua de mulas con el mercado, partíamos por el camino indígena de la miel, la sal y las ollas desde la plaza de Puente Nacional hasta la esperanza, la tienda y casa de la familia.
Ganas de ir a la mata de plátano a orinar y de salir corriendo sentía en esos momentos. No había motivación, ni promesas de algún regalo.
-A lo que vinimos vamos, -decía Blas fustigándonos con cada palabra-, que nos dolían tanto como cuando nos extraía una de las muelas de igual manera como se sube de un tirón un par de bultos de cemento a un tercer piso, usando la fuerza humana mediante una polea.
El primer turno era para mí. Era la orden de mi padre, disque para dar ejemplo a mi hermano. Si no abría la boca a las buenas, mi padre me sujetaba como un ternero para dar un bebedizo. Por fuerza que se tuviera, uno quedaba inerte ante los tenazas de los brazos fornidos y fuertes de mi padre.
Mis alaridos eran agudos y estridentes que vecinos a una legua se enteraban de mis desdicha, siendo al otro día, interrogado cual Gestapo por el camino rumbo a la escuela.
Sentía uno que había quedado boqueto o sin una muela cuando escuchaba el diagnostico de Blas:
-Estaba larga o pequeña.
En ese instante, cesaba el dolor y uno entraba en un trance de descanso mientras sentía manchas de sangre, que tanto mi padre como el sacamuelas, intentaban taponar con buches de agua sal y alcohol.
Desde entonces aprendí a maldecir en silencio, a sufrir con estoicismo, a bañarme la boca con empeño, y a trabajar para que las próximas extracciones fueran con anestesia con el Doctor Palacios, el odontólogo de Puente Nacional que repartía la jornada entre la cantina y el consultorio.
Blas guardaba sus herramientas de trabajo, se despedía con cortesía extrema y aprontaba su mula para visitar a otro amigo del partido a cumplir igual misión sin cobrar algún centavo por el servicio que brindaba en la comarca.
Montaba con cuidado su mula azabache y con una quitada leve del sombrero en señal de respeto y agradecimiento azuzaba a la mula con el talón de los pies y el mular salía corriendo camino arriba buscando el retorno mientras uno quedaba con las ganas de no crecer con molares para evitar el dolor causado por el sacamuelas que venía de los montes en su mula roma azabache.
San Gil octubre 10 de 2.015